
Es cierto que la pobreza en África es abrumadora, puede llegar a enmudecer. Y crece. Es preciso actuar. Decía Vicente Ferrer que la pobreza no solo hay que entenderla, sino solucionarla. Por ello, me propuse como primer objetivo en nuestro viaje tratar de comprender por qué la pobreza se concentra de tal forma en un mismo continente, siendo plenamente consciente de que hoy en día, “cada vez sabemos más pero entendemos menos” (Albert Einstein).
El motivo del viaje a Nairobi era participar en la segunda edición del microproyecto de cooperación internacional, bajo la iniciativa Kuwa Project, que desarrolla la Universidad Europea en colaboración con la ONG Volunteers to Kenia. Este proyecto tiene como objetivo último fomentar la educación para mejorar las condiciones de vida de los habitantes y romper el círculo de pobreza que sufre la infancia.
Nuestro grupo de voluntarios partió desde Valencia y Madrid con las maletas llenas de ilusión y cargados de material escolar, equipamiento deportivo y diversos materiales que nuestros estudiantes compraron gracias a una campaña de crowdfunding y un evento solidario. Después de 20 horas de viaje, llegamos por fin al orfanato de Dagoretti Corner Rehabilitation Centre (DCRC). Lo cierto es que esta primera visita/espectáculo (no prevista) fue un aterrizaje forzoso a una dura realidad.
Este orfanato estaba ubicado en un suburbio de la ciudad (slum) con improvisadas infraviviendas construidas con chapa metálica y otros materiales poco salubres que apenas cubrían las necesidades básicas humanas más primarias, por mencionar la base de la famosa pirámide de Maslow (las necesidades fisiológicas). En este recinto sobrevivían casi 500 niños huérfanos abandonados en la calle, exprisioneros y drogadictos en tratamiento.
Aquel primer día fue el más difícil a todos los niveles: físico, mental y emocional. Personalmente, atravesé una profunda fase de negación de la realidad, bloqueo mental total y de aprensión absoluta al ver aparecer niños en unas condiciones infrahumanas dándonos una calurosa bienvenida con música y bailes que parecían no tener fin. Día tras día y, poco a poco, nos fuimos acostumbrando al inexpresable olor del lugar que contrastaba con su filosofía del “Hakuna matata, qué bonito es vivir” y la triste cultura del saberse pobre.
Con estas premisas nos concentramos en las tareas más urgentes: acompañamiento al hospital a niños con graves problemas de salud, impartir clases de español enseñando expresiones tan básicas como: “necesito ayuda, tengo hambre y sed, quiero pan y agua etc.”, enseñar a los mayores a preparar un currículo con la esperanza de conseguir un trabajo y las salidas al campo que les permitían un tiempo de ocio. Del mismo modo, tuvimos que hacer un cálculo de las necesidades básicas, tanto de material sanitario para realizar curas como de alimentos para cubrir la comida. Compramos sacos de 25 kilos de harina, arroz, alubias e incluso dos cabras para prepararles una comida con carne y verduras, sin olvidar que era invierno para ellos y que también les urgían colchones, sábanas y mantas para evitar el hacinamiento en el que se encontraban. Por supuesto, proporcionamos también libros de texto para cumplir con el objetivo último de nuestro viaje: colaborar con la educación como única arma para salir de la miseria.
Los sentimientos que acompañaron cada tarea son difíciles de describir y muchas son las lecciones que hemos aprendido, pero la más inolvidable de todas, es sin duda una lección de humanidad que pone de manifiesto la necesidad de solidaridad para paliar una pobreza que crece y en la que solo cabe actuar. Debemos ser conscientes de otras realidades y ser capaces de contribuir al cambio positivo. Como bien dice el proverbio africano, “si quieres llegar rápido, camina solo. Si quieres llegar lejos, camina con otros”. Y este es el camino que hemos elegido.