
Fue en tercero de carrera de Derecho en la Universidad de Valencia cuando supe que mi profesora de Derecho Mercantil se llamaba Carmen Alborch. Era ya popular en la Universidad porque representaba los nuevos aires que vivíamos de una España donde la Constitución apenas había cumplido cinco años. Carmen era discípula de don Manuel Broseta, un referente en la Universidad, a quien ella admiraba y de quien aprendió derecho mercantil y tolerancia democrática, y quien fue brutalmente asesinado por ETA años más tarde, cuando acudía a impartir una clase.
Su trayectoria es bien conocida y su persona llegó a convertirse en la imagen de la modernidad española desde su decanato en la facultad de Derecho de Valencia, hasta su paso por la Generalitat Valenciana, el Instituto Valenciano de Arte moderno (IVAM), el ministerio de Cultura con Felipe González, la concejalía del Ayuntamiento de Valencia o el Senado, hasta su vuelta a la Universidad en los últimos años.
En su faceta de escritora, quiso centrarse y reflexionar sobre los temas relacionados con las mujeres y tuve el privilegio de colaborar con ella en la documentación del libro Solas (1999), que llegó a ser un éxito editorial, al que seguirían Malas (2002), Libres (2004), La ciudad y la vida (2009) y Los placeres de la edad (2014), quedando inacabado un último libro que proyectaba escribir y se hubiera llamado La alegría de vivir, una alegría que siempre tomó como bandera y a la que acompañó durante su vida con una sonrisa que era una bienvenida.
Carmen era socia de honor de la Asociación Clásicas y Modernas, una asociación que fomenta la cultura hecha por mujeres, y no se perdía ninguna iniciativa que fuese a favor del feminismo y la cultura, porque, ante todo, se consideraba una defensora a ultranza de la igualdad entre hombres y mujeres, de la cultura y de la alegría.
El 9 de octubre, cuando se le concedió la Alta Distinción de la Generalitat Valenciana, dijo con una voz que se le iba apagando: “Hasta el último suspiro seguiremos luchando por un mundo mejor”; y así lo hizo, apoyada es un inconfundible bastón de colores, con un coraje digno de admiración. Porque Carmen no solo era admirada, sino querida allá donde fuese ya que supo ganarse la simpatía de la gente y porque su sentido de la amistad fue inabarcable.
Tan solo unos días antes de morir tuvimos ocasión de conversar con ella en la sede de la Sociedad General de Autores de Valencia, donde tuvo tiempo para saludar una a una a sus amigas y a las mujeres que allí se encontraban, sin perder, por un momento, ni la sonrisa ni su ánimo inquebrantable.
Creo que el mejor homenaje que se le puede hacer es aprender de su ejemplo y de su fuerza, y continuar la tarea en la que creyó y a la que dedicó su tiempo. Me queda el orgullo y el cariño de su amistad durante muchos años y la seguridad de que gozó de una vida extraordinaria porque ha sido, sin duda, una mujer extraordinaria.
¡Hasta siempre, maestra!