
La aparición de la reciente enfermedad de COVID-19 no solamente ha puesto en jaque a toda la comunidad científica, sino que también ha generado un profundo cambio en nuestras vidas laborales y personales, además de haber supuesto un duro golpe para la economía de los países afectados.
Lo que empezó de una forma aparentemente localizada en la localidad China de Wuhan se ha terminado convirtiendo en una pandemia a nivel mundial de la que, a día de hoy, todavía no hemos conseguido liberarnos. Al contrario de como sucede cuando tenemos una pesadilla, no basta con despertar, y en este momento la realidad a la que nos enfrentamos diariamente parece que ha llegado para quedarse por un tiempo indefinido. Y es que no hay ninguna ciencia exacta que nos ayude a predecir el rumbo de la evolución de esta enfermedad.
Sin embargo, como ciencia aliada para poder obtener algunas respuestas iniciales, disponemos de una muy clásica, que hasta el momento pasaba como desapercibida para gran parte de la población: la epidemiología y el estudio que ella realiza de la distribución de la salud y la enfermedad dentro de las poblaciones, y de cómo hay determinantes y factores asociados que pueden estar implicados en el control de enfermedades y de otros problemas de salud.
A lo largo del tiempo, las personas expertas en esta materia han ido analizando las distintas enfermedades que ha padecido la humanidad y cómo estas han ido variando. Y esto era así porque, antiguamente, la epidemiología centraba sus esfuerzos en la prevención y el control de enfermedades transmisibles (como el cólera, la peste, el tifus…). Ya llevábamos muchísimas décadas en las que el foco en los países desarrollados se centraba, sobre todo, en la prevención de patologías de tipo crónico. Porque no debemos olvidar que la principal causa de defunción en estos lugares se relaciona con las enfermedades coronarias, seguida de las oncológicas. Es por este motivo por el que la aparición de una nueva enfermedad tan contagiosa ha roto los esquemas científicos a los que estábamos acostumbrados, y nos debe servir a todos para tomar conciencia de que, como especie, no somos invencibles y que, un microorganismo, por pequeño que sea, puede tener la capacidad de ser ubicuo, atravesar fronteras con gran facilidad e incluso producir una elevada mortalidad entre la población más vulnerable.
En el transcurso de estos meses, hemos visto cómo cada país ha actuado de forma independiente. Esta manera de actuar no ha estado exenta de numerosas críticas respecto al manejo y a los modelos de gestión sanitaria que se han ido aplicando en algunos países, y también se ha alabado en otros casos. Sin embargo, no debemos olvidar que existen muchas variables que hacen que no podamos compararnos entre nosotros, como, por ejemplo, las características sociales y de comportamiento, la longevidad de la población adulta, las características del territorio, densidad poblacional, recursos disponibles y una larga lista de etcéteras.
Por lo tanto, no existe una fórmula universal que podamos copiar y que garantice el éxito en la reducción de la enfermedad, y que no implique también la existencia de pérdidas en otros sectores. Y es que en muchos casos existe un choque frontal entre la salud y la economía. Ante la grave situación que nos ha tocado vivir, lógicamente la balanza de actuaciones se ha debido desplazar hacia el lado de la salud; sin embargo, aunque las medidas ejecutadas han sido estrictas, con confinamientos y parálisis en la actividad habitual, no han conseguido llegar a la eliminación total de la enfermedad y solo han ayudado al control de la misma. Por este motivo, el nivel de alerta al que ahora estamos sometidos debe ser constante y no debe decrecer. Porque si nos relajamos a nivel individual y no cumplimos con las recomendaciones básicas que nos han indicado las autoridades competentes, los rebrotes serán cada vez más frecuentes, y su mayor peligro radica en que se disparen exponencialmente, de nuevo, los casos y sea imposible realizar una trazabilidad adecuada para la contención de los mismos.
Actuemos en consecuencia y tengamos responsabilidad sobre nuestros actos. Debemos priorizar la salud colectiva, dejando de lado las conductas egoístas que ponen en riesgo no solo a nosotros mismos, sino también a los demás. El uso de la mascarilla, el distanciamiento social y la higiene frecuente de las manos suponen herramientas sencillas que, incluidas en nuestra rutina habitual, ayudarán inmensamente a reducir la incidencia de la enfermedad.
Y, mientras, la carrera mundial por conseguir una vacuna se acelera. Actualmente existen 25 prototipos de vacunas que ya se están probando en humanos, perfilándose como favoritas las pertenecientes a los grupos de investigación de Reino Unido, EE.UU, Alemania e incluso China. Algunos grupos, como el de la Universidad de Oxford, se apresuran a publicar sus primeros resultados preliminares. Los ensayos más avanzados acaban de culminar con balance positivo y esperanzador la denominada fase dos, con pocos y leves efectos adversos y capaz de generar inmunidad con el tipo de vacuna y dosis elegida. Aun así, habrá que tener paciencia para evaluar con calma cómo continúan desarrollando la fase 3 de sus estudios, ya que es la fase que dimensiona los resultados obtenidos en decenas de miles de voluntarios. Sin duda, es la que permite afianzar antes de una posible comercialización las características de eficacia, seguridad e inmunogenicidad que se están buscando.
Sin embargo, aún es pronto para saber cuál será la fecha aproximada en la que dispondremos de una posible o posibles vacunas. Continúan generándose algunas incógnitas respecto a la variable duración de la respuesta inmunitaria producida en el organismo tras la administración de la misma o el padecimiento de la propia enfermedad, por lo que sería interesante que en la estimulación de las defensas no solo participasen anticuerpos, sino también las células T.
El hallazgo de la vacuna supondría el freno más importante a la difusión de la enfermedad en el mundo, pero hasta que esto se produzca no podemos descuidar otros caminos de investigación que se basen en averiguar y comparar las mejores alternativas terapéuticas, dependiendo del grado de afectación de los pacientes que resulten positivos.
En esta línea, los tratamientos con anticuerpos monoclonales obtenidos del plasma de pacientes recuperados, el uso del Remdesivir (antiviral) y el de la Dexametasona (esteroides) se posicionan a la cabeza en cuanto a la elección y posible combinación entre varios de ellos para obtener éxito en la curación y reducción de la mortalidad.
Patricia Guillem es Catedrática de Epidemiología