
Las ciudades han sido testimonio de todos los avatares de nuestra historia, una especie de complejo tablero en el que nuestro comportamiento, pensamientos, creencias, etc… deja una huella imborrable. El territorio en la mayoría de los casos ha sido aliado, nos ha ofrecido justamente el soporte a partir del cual construir la compleja maraña de nuestras urbes. Justo por eso quizás el hombre ha entendido erróneamente que este no es sino una especie de manto homogéneo en el que establecer sus directrices. Es triste advertir cómo las trazas del territorio se rompen, se limpian y se pulen hasta desaparecer para colocar edificaciones de proporciones y tipología que poco tienen que ver con el lugar. Esas edificaciones desproporcionadas, cicatrices del mundo capitalista, forman a su vez urbanizaciones. El lugar en el que se asientan da igual, pues su arquitectura no responde al paisaje, al ruido o al silencio de la zona, al sol, solo a directrices de edificabilidad y ocupación cifradas en metros cuadrados y en un puñado de euros. El resultado es el de una urbanización similar a las de cualquier otro sitio conectada al resto a partir de una inmensa red de carreteras. Así, las ciudades crecen a partir de enormes manchas de aceite distribuidas sobre un territorio que nada, parece, tiene que decir.
En esa extensión interminable el vehículo ha dictaminado la forma de crear ciudad. Vivimos lejos de donde trabajamos, nos desplazamos para acudir a grandes centros comerciales localizados en la nada pero conectados perfectamente por alguna autovía, recorremos kilómetros para poder respirar un poco de aire puro… Ya nada parece que puede ser alcanzado a pie. Nuestras metrópolis ya no son esos centros con periferia, sino una enorme estructura en la que los límites de las ciudades contiguas se entremezclan a base de suburbios sin idiosincrasia. Apenas queda territorio que nos explique cómo vivir, pues este se encuentra silenciado bajo kilómetros de asfalto.
Este mundo que potencia el consumo global, el mismo que nos invita a acudir a aquellos centros comerciales y vivir en urbanizaciones cerradas alejadas de “cualquier peligro”, conforma ciudades insostenibles. Ciudades monocéntricas y diseminadas que no protegen los recursos de su alrededor, que no integran a las comunidades porque los espacios públicos han sido sustituidos por zonas de aparcamiento o por estrechas aceras sin sombra, sin ninguna sombra. En estas ciudades nadie conoce a nadie, la vecindad parece haber sido cosa del pasado, no existe una estructura urbana que integre y optimice la proximidad de los individuos. No existe comunidad humana dinámica promulgada por la diversidad[1].
Ni siquiera los centros históricos, allí donde existe más mezcolanza, parecen que sobreviven a los avatares del presente. Su pátina, creada a base de convivencia, de historias, de juegos de niños, ha sido lapidada; en su lugar, solo parece que podamos encontrar experiencias de consumo similares. En Lisboa, Rotterdam, Roma o Málaga podemos pasear por calles que nos conducen hasta el siguiente ZARA o STARBUCKS, mientras nos cruzamos con interminables hileras de sillas y mesas acompañadas por las imponentes sombrillas blancas que publicitan la cerveza más vendida del bar, esa misma con la que el turista, cámara en mano, intenta saciar su sed después de andar durante horas el camino preestablecido. Nada queda de los olores a comida casera, de los avisos de las madres amplificados por los patios de vecinos para que sus niños acudan a la mesa, nada de las fachadas hechas portería de un estadio de fútbol imaginario. En su lugar, calles “cuidadas”, llenas de rehabilitaciones de viviendas a base de pintura y paredes de cartón yeso y bisagras de quita y pon, que en la mayoría de los casos permanecerán vacías hasta que su dueño (millonario, pues los precios tras la gentrificación son prohibitivos para el que vio su barrio crecer) vuelva a deshabitarlas hasta la llegada de sus escuetas vacaciones.
No es extraño, entonces, entender el cambio de sensibilidad que está surgiendo en la sociedad actual. El ciudadano, justo por el proceso de desarrollo insostenible de los últimos años, comienza a valorar aspectos que parecen que se habían perdido, aquellos que tienen que ver con lo que decíamos en un principio, con el territorio, con la capacidad de este para enseñarnos las estructuras más amables del mundo en el que crecemos, sus huellas, su lenguaje ligado a la naturaleza, al cielo, a los espacios en los que reconocer el paisaje que nos envuelve. Esta vuelta al origen llena de éxito intervenciones como las de Peter Lazt[2]. Su proyecto Landscape Park Duisburg Nord es una especie de apología de la ecología urbana. El encargo partía de realizar un gran espacio público sobre las instalaciones de una antigua fábrica en ruinas. La respuesta del arquitecto no fue sino la de dejar hacer al propio territorio, no intervenir para obtener, sin embargo, un parque lleno de vida; dar espacio a la naturaleza en su estado más virgen dejando que la invasión de especies del límite colonice lo existente. El resultado es el de una especie de ruina romántica dieciochesca impregnada de territorio.
Los valores han cambiado y con ellos ha llegado el reclamo hacia lo colectivo. Tras la enorme crisis vivida en los últimos años, la preocupación por el otro, las situaciones de pobreza y la reinvención económica basada en el reciclaje de lo ya construido ha promulgado la aparición de ciertos valores perdidos, aquellos que tienen que ver con el entorno, pero también con la comunidad y con el espacio público de calidad; allí donde la multitud nace y se hace, allí donde la plaza es la unidad de identificación primaria de quien vive en la ciudad, el entorno perfecto en el que convivir con el vecino mientras se proyecta una película en la medianera ciega que ha dejado ese previo crecimiento desmedido. Teniendo en cuenta esa necesidad de apostar por el retorno a lo esencial, nuestras ciudades deben de dar importancia a sus vacíos urbanos. Y no me refiero solo al vacío como espacio no construido, sino al vacío como espacio público, aquel lugar que es capaz de ser plaza, pero al mismo tiempo mercado efímero; que es capaz de asumir, con la ayuda de un gran zaguán abierto, el perfecto recreo de unos niños que juegan al balón o al escondite. El vacío de calidad pone en evidencia el sonido de las calles, el murmullo de los viandantes; no somete al territorio sino que lo hace parte de él, ayuda a las trazas existentes a salir para hacernos más sensibles con el lugar que pisamos. Para ello nuestras ciudades deben de estar llenas de personas que conformen barrio, ser justa y no venderse, apostar por la calidad sin caer en la imposición de intervenciones millonarias que hagan huir a los que verdaderamente hacen ciudad.
Nuestras ciudades deben de devolvernos los paseos, incitarnos a caminar, ser diversas, mestizas en usos y en habitantes, tener un transporte público eficiente, buscar la belleza. Nuestras ciudades deben de incitarnos a recorrerlas a pie, ser compactas; deben de empujarnos a reclamar la escala y el espacio del peatón, hacernos sentir que nos pertenecen, conformar el espacio perfecto para propiciar el encuentro, el contacto, para hacernos imaginar, dejarnos sentir el entorno rural, protegerlo y también, por qué no, invertir el campo hasta llegar a meter huertos en lo que creíamos que siempre estaría construido.
Nuestras ciudades deben de propiciar una rica cotidianidad.
[1] Entre los valores recogidos por Richard Rogers indicadores de una ciudad sostenible se encuentran el de una ciudad justa, una ciudad bella, creativa, ecológica, que favorezca el contacto, compacta, policéntrica y diversa. Rogers, R. (2000)“Ciudades para un pequeño planeta” . Barcelona: Gustavo Gili
[2] Intervención que tal y como nos cuenta Carlos García Vázquez tienen que ver con la biodiversidad y mescolanza del “tercer paisaje” promulgado por Gilles Cléments. Ver García, C. (2017) Fenómenos urbanos emergentes. La reinvención de la ciudad europea tras la crisis de 2008. (En línea) (Fecha de consulta 10 de septiembre de 2018). Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=s8SFPG0-fM0