
Llamamos estrés vacacional al estado de nerviosismo, ansiedad y angustia que nos pueden producir las circunstancias particulares de las vacaciones. El nombre, en cualquier caso –y como suele suceder en psicología– es lo de menos. El apellido vacacional se limita a especificar el contexto en el que puede aparecer el problema. Como cualquier otro tipo de estrés, suele estar producido por una interacción entre las demandas del entorno y las habilidades de afrontamiento propias. ¿Cuáles son estas demandas particulares y cómo podemos afrontarlas de manera correcta?
El cambio de contexto siempre es problemático. Los seres humanos, al igual que todos los demás animales, somos criaturas de costumbres. Lo que hacemos o dejamos de hacer depende más de las circunstancias que de cualquier otra cosa; nuestra rutina diaria no es solo lo que hacemos cada día: es más bien todos aquellos disparadores que existen en nuestro entorno y que nos llevan a actuar de una manera u otra. Cuando nuestra rutina sufre algún cambio (por habernos mudado, cambiado de trabajo o cualquier otra cosa), se nos hace más complicado mantener nuestras costumbres, hasta que establecemos disparadores nuevos para nuestros comportamientos. En vacaciones, estas señales del entorno cambian. Ya no hay una hora fija para levantarse, y otras rutinas diarias (como las horas de comer o hacer ejercicio) sufren también alteraciones. Puede parecer que esto no tendría que provocar ningún tipo de problema; sin embargo, el estrés, al igual que muchos otros problemas, se produce por acumulación. Muchos pequeños estresores pueden acabar teniendo un efecto inmenso en nuestra conducta.
Otra fuente de presión en las vacaciones es puramente cultural y relativamente –pero solo relativamente– novedosa: la presión por pasarlo bien. Vivimos en una cultura que parece obligarnos a ser felices todo el tiempo. Nuestra vida tiene que ser un desfile continuo de cenas maravillosas, fiestas con amigos, productividad en el trabajo, puestas de sol con filtros estandarizados… Y vacaciones exóticas y perfectas. Y si nuestras vacaciones no son así, podemos tener la sensación de estar haciendo algo mal.
Así pues, ¿qué hay que hacer para evitar o controlar este posible problema? En primer lugar, establecer una rutina alternativa. Descansar no es no hacer nada, sino cambiar de ocupación. El tiempo tiene que emplearse en cosas que nos aporten bienestar y felicidad. Si en nuestras vacaciones nos limitamos al sedentarismo y no nos preocupamos de la riqueza estimular, acabaremos más bien decaídos. Es buena idea crear una rutina alternativa, más laxa que la rutina laboral, pero que cumpla la misma función: mantenernos activos y llenar nuestra vida de estímulos agradables.
Una buena idea para vacunarnos contra el estrés vacacional (y cualquier otro tipo de estrés, de hecho), es cultivar aficiones que podamos realizar en solitario; de esta manera, tendremos siempre un refugio al que recurrir cuando otras cosas en nuestra vida no vayan de la manera que nos gustaría. Además, si realmente son cosas que podamos hacer en solitario (fotografía, lectura, pintura…), nos permitirán tomarnos un tiempo para nosotros mismos en una época del año que suele incluir mucho contacto familiar.
Por último, hay que romper de verdad el contacto con el trabajo. Si no apartamos de nuestro entorno (y eso incluye nuestros pensamientos) los temas relacionados con el trabajo, tendremos la sensación de estar solo parcialmente de vacaciones, y no podremos descansar realmente. Es recomendable no atender llamadas ni correos que tengan que ver con el trabajo, ni caer en el error de adelantar trabajo en los ratos muertos que tengamos: no somos tan imprescindibles. Nuestra empresa seguirá sin nosotros estos días. Sigamos nosotros sin ella.