
Pensamiento anticuado: Crimen como cálculo o evento
En España, la imagen que se tiene de los delincuentes es la de pensadores independientes y calculadores o como víctimas de ciertos factores de riesgo no muy claros. Esto significa, en primer lugar, que se deje de indagar en qué factores intervienen para que se produzca el crimen y los mecanismos de poder relacionados con su evolución.
En segundo lugar, al dividir la biografía personal del delincuente en esos factores de riesgo, su modus operandi se difumina porque su vida ha sido diseccionada en variables supuestamente mensurables que rompen la propia relación que tienen entre sí. Por último, no hace justicia a las situaciones de los criminales, ya que no están adecuadamente representados por los métodos utilizados por los investigadores; sus realidades subjetivas se reducen a respuestas encasilladas que hipotetizan previamente explicaciones para justificar sus acciones; sus movimientos y actividades son simplemente representados en los informes como sombras de colores conocidas como «puntos calientes».
No existen realmente proyectos que examinen la reciprocidad entre estructura social y agente, mezclando, por ejemplo, elementos de la economía política, el poder de la ideología, perspectivas culturales y sociales con una comprensión de la política subjetiva del comportamiento criminal. Los criminales no solo hacen las cosas porque sí, sin que intervenga una serie de causas. No son objetos unidimensionales porque existe a su alrededor un conjunto de elementos estructurales, sociales y culturales destacadamente ideológicos. Igualmente, la sociedad también determina la propensión de alguien a ser criminal porque las personas reaccionan a su entorno estructural, cultural y social. Esta falta de profundización sobre la reciprocidad define inmediatamente a los delincuentes, por un lado, como víctimas pasivas de sus circunstancias; y, por otro, como malhechores activos que se aprovechan de sus circunstancias, cuando en realidad no son ni lo uno ni lo otro.
Tenemos que ir más allá de estas consideraciones limitadas y tener en cuenta procesos más subliminales, si no violentos, que operan debajo de nuestra consciencia que guían nuestros comportamientos. Por ello, quiero hablar más genéricamente de daño social, una perspectiva que nos lleva a explicar exactamente qué motiva el crimen, sus porqués. No dudo que mi perspectiva tendrá su crítica, y por supuesto no explica la razón de la existencia de todos los delitos para todos, sino que explica la mayoría de ellos y justifica por qué es importante tomar en cuenta variables estructurales, culturales, sociales y procesos fuera del control del individual.
Sociedad 30-30-40: más desigualdad que nunca
En los años 90 del siglo pasado, Will Hutton publicó un célebre libro que explicó cómo funciona el capitalismo actual. Su investigación estimó que vivimos en una sociedad de 30/30/40 –30% que sufre pobreza y desigualdad, 30% que tienen trabajos inseguros en condiciones precarias y 40% que vive en empleo estable y seguro–. Eso ocurrió solo hace 30 años y en ese momento España tenía estabilidad económica. Sin embargo, si fuéramos honestos con nosotros mismos sobre la situación actual de la política, tanto económica como social, habría que decir que la brecha de desigualdad sigue creciendo a un ritmo alarmante. ¿Cómo puede ser que 8 personas tengan la misma riqueza que la mitad más pobre del mundo?
Esta pauta es prevalente en España porque las últimas cifras estiman que casi un tercio de los españoles están en riesgo de caer en la pobreza. La economía se contrae –a pesar de toda la propaganda estadística con la que nos alimentan– y debido a que España está ligada al euro, no puede devaluar su moneda con la esperanza de fomentar el tipo de trabajo productivo que permita a los más pobres encontrar empleos estables y razonablemente remunerados. Esa es la razón de que 20.000 personas esperan a las puertas de un centro comercial en el sur de Madrid donde solo se ofertan 500 puestos de trabajo. “Más personas con empleo desde la crisis”, nos cuentan los políticos, pero estos trabajos son cada vez más precarios y descartables –no obstante, se sigue manteniendo que los grupos más desamparados no cuentan en las cifras del paro–. Lo único que se consigue con todo esto es aumentar la presión por conseguir un trabajo. Y esto es así porque el capitalismo neoliberal ha obligado a la sociedad a entrar en esta competición.
La vivienda social está desapareciendo y el sistema de ayudas y beneficios sociales se está derrumbando. Las ciudades son cada vez más un apartheid y la pobreza urbana se ve exacerbada por la exclusión espacial que separa a los subatendidos de los espacios urbanos y, al mismo tiempo, bloquea su movilidad hacia sectores laborales más estables. Por eso, el desempleo puede llegar a más del 30% en algunos barrios de Madrid (Vallecas o Villaverde), pero a menos de un 8% en otros (Pozuelo o Boadilla).

El Estado español también está endeudado. Es corrupto: una palabra que pocos académicos, investigadores o empresas utilizan en público últimamente, aunque es de sobra conocido por todo el país. Los investigadores estiman que la corrupción costará a la economía española 40.000 millones de euros al año. Las instituciones corruptas tienen un impacto masivo en una gran cantidad de sectores, incluyendo los servicios públicos, el sistema educativo, el poder judicial, la policía y las fuerzas armadas. El hecho de que estas irregularidades fraudulentas sean endémicas del mantenimiento de la élite política en el poder ha dado lugar a una política de austeridad por la cual el ciudadano, esencialmente, absorbe la deuda generada por los bancos y otras instituciones financieras. Por lo tanto, para apuntalar la economía, los ciudadanos pagan más por los servicios públicos, pagan impuestos más altos, etc. Por esta razón la gente con los trabajos peor remunerados lucha por sobrevivir. No tienen acceso a viviendas sociales, les recortan las ayudas, no pueden acceder a las hipotecas y el precio de sus alquileres aumenta. Ello ejerce presión sobre el mantenimiento de los pagos de vivienda, gastos de servicios públicos o los costes que generan los niños, lo que ha llevado a que las familias pierdan sus hogares y tengan que quedarse con otros familiares o amigos, u ocupar ilegalmente casas y pisos.
Sin embargo, la expectativa es que con “trabajo duro” se puede conseguir seguridad, empleo, casa y una vida estable. El mercado libre, conocido como neoliberalismo, supuestamente ofrece las mismas oportunidades para cada uno con la condición de aplicar su propia resiliencia, disciplina y dedicación hacía una causa. Pero para muchísima gente, eso no es posible y, como consecuencia, muchos sobreviven gracias a las economías ilícitas y otros muchos más caen en la precariedad y acaban como carne de cañón para las cárceles y el sistema de justicia penal: un círculo vicioso interminable.
En resumen, el Estado ha capitulado y el mercado ha ganado, razón por la cual no parece existir en ningún lugar la voluntad política de intervenir en el mundo con la esperanza de poner las cosas en orden. En el mejor de los casos, todos los políticos españoles esperan, independientemente de su afiliación política, manipular lo que ya existe y castigar a cualquiera que proponga desbaratar el ritmo de acumulación de capital al que se han acostumbrado, a pesar de que la mayoría de los españoles se ha ido haciendo más pobre año tras año durante los últimos 30, aproximadamente, cuando Hutton publicó su libro.
Sociedad 80-20: ¿Están los ‘Juegos del hambre’ en el horizonte?
Hace poco, el filósofo, Slavoj Žižek especuló que nuestro futuro sería una sociedad de 80-20: es decir, el 80% de la población no tendría éxito social y sobreviviría en la pobreza absoluta, y el otro 20% viviría en una riqueza excesiva, lejos y apartado del otro 80%. Quizá esto que describe Žižek no esté tan lejano porque nos estamos acercando a una sociedad similar a la presentada en Los Juegos del hambre –¡aunque sea ficción, Hollywood nos está avisando!–. Me parece creíble la posibilidad de que dentro de 30 años pudieran existir realities como esos Juegos del hambre, donde la gente lucha y se mata entre sí para ganar su libertad, alimentando así su propio sufrimiento: todo por el placer y entretenimiento de la élite de la sociedad que vive segura en palacios protegidos y armados. Mientras los superricos alardean de grandeza de manera exagerada, vestidos con ropa carísima, comiendo productos delicatessen y viviendo todos los días como si fueran los dueños del universo, los pobres se pelean entre ellos por lo básico: sobreviven cazando ardillas y duermen en viviendas improvisadas, entre basura, tierra, y suciedad. Buscan todos los días algo de dignidad, una razón para continuar su lucha; y el simple olor de una panadería es para ellos un lujo.
En la película, la sociedad ha avanzado y la brecha entre riqueza (la capital en Panem o American Norte) y pobreza (varios “Distritos”) ha crecido masivamente, causando rebelión y desorden. El mecanismo de control social lo ejerce la élite de Panem. “Una clase ‘superior’ ha salvado el planeta y establecido orden, seguridad, estabilidad y paz”, afirma el presidente Coriolanus Snow. Como castigo por los intentos de derrocar el Gobierno y para reprimir a la clase inferior, se empezaron a celebrar unos Juegos del hambre donde representantes de cada Distrito son elegidos de manera aleatoria para luchar hasta la muerte entre ellos en una zona artificial que pretende ser una jungla. Hasta la celebración de los mismos, todos los concursantes pasan por un periodo de entrenamiento para matar, alojados en un palacio que es como un cielo de plástico, donde supuestamente todos los objetos materiales les deben iluminar y hacer felices.
La única salida para los concursantes es matar a los demás en el juego: no hay amigos, hay que luchar solos, matar para sobrevivir. Es lo que llamo una forma extrema de competición negativa. El ganador de los juegos –como consecuencia de sus conquistadores violentos– consigue un estatus de falsa leyenda, disfruta para siempre de todo el lujo de los ricos y tiene la oportunidad de abrazar las normas comerciales que gobiernan la clase rica.
El modo de vida de esa clase superior es un elemento central también en esta historia. En términos sociológicos, Thorsten Veblen lo habrían llamado consumo notorio: cuando la moda de una clase dominante marca la que los demás deben seguir y, consecuentemente, reproducir.
La clase inferior, por tanto, siempre conspira contra sí misma y eso asegura su aislamiento y anula su fuerza colectiva, con el fin de que no se repitan de nuevo las rebeliones. Es muy fácil esconder esa realidad de pobreza porque, en la película, los medios de comunicación solo reflejan la buena vida de la élite, mientras crean miedo y ponen distancia hacia los pobres o la clase peligrosa a la que se refería Guy Standing.
Daño social: ‘Yo solo’, ‘competición negativa’ y ‘violencia sistémica’
Hoy en día no tenemos mecanismos de control social tan fuertes como en la película –bueno, aún no–. Es posible que no notemos nada. “Si no me pasa nada, todo está bien”, se dice el ciudadano, prueba de que el individualismo corre profundamente por nuestras venas. Pero algo tenemos en común con la película porque estamos presenciando la creciente formación de urbanizaciones sobreprotegidas y espacios públicos limpios de guetos sin ley. Sin embargo, yo los he visto durante mi investigación del mercado de droga más grande de España en las afueras de Madrid.

Entonces, ¿por qué no nos manifestamos contra estas injusticias constantemente? Nuestra conformidad y falta de rebeldía está relacionada con esa visión limitada en la que nada importa más que uno mismo, y viene de la sumisión que manifestamos por productos, experiencias y centros comerciales: no nos interesa manifestarnos contra la desigualdad porque tenemos miedo a perder el trabajo o la causa nos aburre, como pasó en 2011. En condiciones precarias, y debido a haber perdido el sentido de la colectividad gracias al neoliberalismo, buscamos soluciones solo para nosotros mismos y crea una competición negativa.
¿Por qué es negativa? La ausencia de una ética positiva basada en relaciones intersubjetivas y práctica social produce una competición negativa. ‘Yo contra el mundo’ es la máxima, y esa visión subjetiva es lo que lleva a tomar decisiones y acciones que benefician al individuo, no a la sociedad. Porque, más que nada, esta visión subjetiva no tiene al otro en cuenta. El capitalismo no tiene en cuenta ni a la humanidad ni al ser humano, y carece de componentes éticos. Sus estructuras ideológicas y circuitos de capital generan subjetividades dañinas que llevan al individualismo competitivo del mercado más que a una ética universal o responsabilidad moral colectiva. Y estos rasgos viven cada vez más dentro de nuestra actitud subjetiva. La ideología negativa del capitalismo del consumo afecta la mente del sujeto humano, niega reconocimiento e impide que el individuo desarrolle un pensamiento crítico sobre sus circunstancias y sobre cómo ve el mundo; el ser humano está atado libidinosamente a un sistema que extrae su energía del individualismo competitivo; y está atado también materialmente a un sistema que explota la labor y fomenta la indeterminación.
Una perspectiva de daño social invita a extender la mirada criminológica más allá de ‘perfilizar’ a alguien, de predecir sus maquinaciones delictivas más allá del horizonte de la legalidad. El concepto une temas como los delitos contra el medio ambiente, la corrupción, la seguridad en el trabajo, la desviación hacia el ocio y sobre hilos diferentes de pobreza. El daño social amplía el debate más allá de las estructuras estrechas del ‘delito’ y las limitaciones de la ley. Lo digo porque la conexión entre comportamiento individual y las estructuras de profundidad de capitalismo neoliberal producen daños sociales directos e indirectos.
Ese daño social no implica que las funciones normales de una política económica capitalista generen prácticas que caen en cada lado de la división de la ley, sino que ambos tienen prejuicios sociales hacia comunidades, individuos y la sociedad en términos generales. Bajo el capitalismo neoliberal, el político corrupto comparte una esencia existencial similar a la del ladrón callejero: la motivación de conseguir lo que sea para su propio beneficio sin tener en cuenta a los demás, y el rechazo de empatía. Eso da como resultado un sistema social. Siento decir que esas son las normas del ser humano hoy en día.
Por eso, el daño social nos lleva a considerar la organización de la sociedad y reflexiona hacía la realidad de que la criminalidad es un reflejo de procesos sociales y estructuras; los delitos de los poderosos están minimizados, ignorados y llevados hacia la vía de la ‘regularización’ (que suele fallar), mientras que quienes carecen de esa autoridad se someten al sistema penitenciario. Funciona como una forma de violencia sistémica que refleja las condiciones estructurales de desigualdad, pobreza, guerras y sufrimiento: es decir, la operación normal de la economía política capitalista crea condiciones objetivas –que están fuera del control del individuo– en las que niveles desproporcionados de violencia están desapasionadamente impuestos a grupos específicos de la sociedad. La violencia sistémica, combinada con la violencia simbólica subliminal (que nos asignan los poderosos a través de una especia de normas, valores y modos de comportamiento), produce la forma de violencia visible o violencia subjetiva: una pelea, violencia de género, un ataque terrorista. Estos eventos son las consecuencias de mecanismos profundos de la sociedad operando de manera subliminal e invisible.
Pensamiento nuevo: daño social en marcha
Como he podido comprobar en varias investigaciones, por ejemplo, en uno de los principales mercados de la droga de España, Valdemingómez, en la Cañada Real Galiana, la experiencia subjetiva del consumo de drogas, la violencia, la delincuencia juvenil y literalmente vivir entre basura está directamente relacionada con la concentración espacial de la pobreza, el crimen y los mercados de droga a las afueras de Madrid. Durante años, el Ayuntamiento de Madrid ha clausurado el poblado gitano y los alrededores del centro de la ciudad para vender tierras en aras de una inversión económica que, con el tiempo, creó un hipergueto que es Valdemingómez. El dinero que se gasta en la intervención para reasentar a los gitanos y manejar la creciente dependencia de drogas ha sido misteriosamente extraviado, reducido o cortado debido a la crisis, y la aplicación de la ley tampoco va más allá de las redadas y los controles. Por lo tanto, muchas de las ‘políticas sociales’ adoptadas para hacer frente a estas consecuencias no tienen ningún impacto.

Para poner en contexto las actitudes hacia el consumo de drogas, he observado la transición histórica y cultural del franquismo hacia la democracia, que produjo un sentido ideológico de libertad y liberación de las normas establecidas y allanó el camino para la introducción de actitudes relajadas y flexibles hacia actividades como el consumo de drogas. Regresar al consumo de drogas, en un patrón más cíclico, se relaciona con problemas para alcanzar objetivos de éxito culturalmente prescritos y construidos ideológicamente en la educación y el mercado laboral, y el atractivo de nuevas relaciones informales que se pueden llevar a cabo en contextos desviados como el de Valdemingómez.
Muchas de estas personas pueden culpar a las drogas de las tensiones que esto causa con sus amigos y sus familias, la deuda que les crea, etc., pero es algo menos externo a sus circunstancias cambiantes de la vida y algo más interno a un cambio en sus identidades subjetivas. Las pérdidas se equilibran con ciclos más intensos de consumo de drogas. Por lo tanto, más que el efecto que las drogas tienen sobre ellos, es la inversión que hacen en las drogas como consecuencia de las presiones sociales y estructurales más amplias lo que a menudo los catapulta a otros escenarios problemáticos tales como la delincuencia, ser procesados por el sistema de justicia penal y abrazar contextos culturales como los poblados, lo que facilita una transición hacia la dependencia. Ellos culpan a las drogas porque esta es la ideología dominante que rodea a la opción de tomar estupefacientes, que se refleja en las campañas de prevención gubernamentales. Esto significa que cuando explican por qué consumen drogas, todo lo que pueden hacer es reproducir lo que se les dice acerca de ese consumo y no existe una aplicación crítica al respecto.
He considerado esto, como también la desindustrialización en las zonas urbanas en curso desde finales de 1980 y cómo esto creó un vacío económico que ha sido llenado solo por las oportunidades ilícitas en el creciente mercado de drogas. Esto hizo que toda una generación estuviera sometida al desempleo de larga duración, a la delincuencia y al consumo de drogas. Aún hoy, los pobres excluidos de las economías formales continúan optando por esta forma de vida ya que es común encontrar nuevos campamentos, chabolas y similares en Valdemingómez todos los días. Así que, para que entendamos por qué la gente camina como zombis, sucios de tierra e inyectados de heroína y cocaína en este lugar, he analizado el movimiento urbano del capital, la corrupción endémica, la política de austeridad, la gobernanza política neoliberal y cómo las estructuras opresivas de control social urbano han concentrado, con el tiempo, los principales mercados de la droga de la capital y esencialmente han dejado que se enquiste el problema con solo un compromiso periódico de controles y redadas.
La actividad continuada de redadas y controles sin que se haga visible que el problema está mejorando produce ‘impotencia profesional’ entre los oficiales de policía, que a menudo es lo que invita a la tentación de corrupción, especialmente cuando sostienen que los gitanos reciben beneficios y ayudas gratuitas. En consecuencia, algunos oficiales avisan a los gitanos antes de las redadas. En este proceso, la ayuda en forma de tratamientos de desintoxicación ha sido despojada de recursos; y la realidad brutal para las personas que terminan durmiendo en la basura en Valdemingómez es encontrar un lugar para morir tranquilamente. Y eso es precisamente lo que he visto con mis propios ojos.
¿Por qué las bandas ilegales se están matando entre ellas en los barrios del sur de Madrid? No es porque tienen un perfil particular de delincuentes. Tampoco porque han calculado a través del coste-beneficio lo que pueden conseguir si roban y trafican drogas. Compiten entre ellas por vender drogas en territorios diferentes. No es meritocracia positiva en la que una persona consigue buenos resultados por sus logros, sino negativa: la lucha por sobrevivir es negativa. Como los drogadictos, son víctimas de esta violencia sistémica que ha creado condiciones objetivas negativas: han fallado por la culpa del sistema. A pesar de esta desventaja ya existente, han tomado decisiones que perpetúan sus circunstancias. Empiezan la vida con una cuesta arriba frente a sí y no es fácil superarse a sí mismos. Por eso, a lo mejor, es solo una cuestión de tiempo antes de que nos matemos entre nosotros mismos para ganar.