
“El feminismo es una aventura colectiva, para las mujeres pero también para los hombres y para todos los demás. Una revolución que ya ha comenzado. Una visión del mundo, una opción”
Virginie Despentes
Hace solo unos meses, en su última visita a Barcelona, la histórica activista y filósofa Angela Davis afirmaba que estamos atravesando un buen momento para el feminismo. Y no le faltaba razón. Podríamos quizás, siguiendo a la propia Davis, afirmar que 2018 ha sido un buen año para el despertar de la conciencia feminista. La marea morada se hizo presente a nivel global el pasado 8 de marzo, con cientos de miles de personas que asistieron a las manifestaciones y a las que se sumaron, además, las miles de mujeres que secundaron las huelgas convocadas para ese día por los distintos sindicatos y movimientos sociales. En Latinoamérica, asimismo, dicha marea se tiñó de verde, en apoyo a las reivindicaciones en favor del aborto de las mujeres argentinas. Vivimos, pues, buenos tiempos para el feminismo o, al menos, podemos llegar a pensar que cierta mutación en la forma de posicionarnos ante el mundo ha comenzado a producirse.
Paralelamente, sin embargo, a la par que las voces más optimistas han comenzado a hablar de una “cuarta ola” del feminismo, asistimos estupefactas a un resurgir de un contradiscurso verdaderamente preocupante. Resulta asombrosa la capacidad que poseen los dispositivos de poder hegemónicos para reutilizar sus mismas estrategias de exclusión y acoso; estrategias que les han permitido discriminar al otro son ahora fagocitadas para autodefinirse como las víctimas propiciatorias de una reivindicación social.
Cuando la tradición de los oprimidos, tal y como nos enseñó Walter Benjamin, alza su voz, el enemigo comienza a inquietarse. Acusaciones de “radicalidad”, “dictadura de género”, “totalitarismo feminista” no deben pasarse por alto ni tomarse a la ligera, no solo por su potencial simbólico para modificar la percepción de las luchas sociales y la conquista de derechos civiles, sino también porque comienzan a materializarse en el discurso y el debate político, a normalizarse, constituyendo una verdadera amenaza para los fundamentos de una sociedad democrática.
Por otro lado, si bien 2018 ha marcado un antes y un después respecto a las reivindicaciones feministas, el horizonte de la igualdad continúa siendo una quimera en muchos ámbitos. No podemos olvidar que las principales damnificadas de la última crisis económica, de la cual aún padecemos sus secuelas, fueron y siguen siendo mujeres. Como tampoco debemos pasar por alto que la precarización y la vulnerabilidad social ha afectado de forma más contundente a aquellos sectores en los que las mujeres han sido las principales protagonistas: desempleo, salarios más bajos, falta de oportunidades, trabajos a tiempo parcial, son solo algunas de las situaciones de desigualdad e injusticia que afectan a miles de mujeres en España. Las cifras del desequilibrio son evidentes y deben hacer que sigamos alerta ante los falaces discursos que pretenden combatir los pocos avances que hemos tenido en materia de igualdad.
A día de hoy, las mujeres siguen ocupando puestos peor pagados que los hombres; los sueldos siguen siendo inferiores que los de sus compañeros; las tareas de cuidado y del hogar continúan teniendo protagonistas femeninas; y el techo de cristal de muchas mujeres profesionales afecta tanto al ámbito de lo público como al de lo privado, encontrando escasa representación paritaria en la política, la academia o los comités ejecutivos de las grandes empresas. Asimismo, la violencia de género, con sus diversos rostros y modalidades, persevera de manera obscena como una de las principales causas de daño físico, moral y psicológico para muchas mujeres. El impacto de género que la crisis ha producido es innegable, impacto que se refleja y traduce en una violencia real y simbólica, sistémica y estructural contra las mujeres.
Por todo ello, resulta urgente y necesario revisar los conceptos, ir a las fuentes y a sus autoras, tomarnos el trabajo, no siempre sencillo, de descifrar qué es eso del feminismo y a qué responden sus vindicaciones. Dado que, como afirma Nuria Varela, siempre que mentamos su nombre o nos autodefinimos como feministas, algo en el gesto de nuestro interlocutor se modifica, se crispa, indicando cierta molestia o inquietud. Será, como dice Varela, por la impertinencia que siempre ha caracterizado al feminismo. Será, asimismo, porque en dicha insolencia reside su capacidad de crítica y de cuestionamiento del orden establecido.
Definir qué es eso del feminismo, decíamos, no es tarea fácil, no solo por la complejidad de un movimiento político que ha sabido aunar la teoría y la praxis, el pensamiento filosófico y la reivindicación social, la academia y la calle. También, por su historia, por su riqueza, por la variedad de autoras, posturas y corrientes, muchas de ellas radicalmente dispares y distintas. Quizás, por ello, no debemos hablar de un feminismo, sino de “feminismos”, ya que posee múltiples rostros y engloba a muchas voces distintas, así como a distintos sujetos transversales que han sumado sus reivindicaciones a la lucha por la igualdad.
Asimismo, como decíamos, el feminismo es de las pocas doctrinas filosófico-políticas que ha conseguido tomar la calle, bajar a lo material, recuperar el ágora y el debate social. Su hábitat es la calle y el activismo, y no tanto la academia y las aulas. Desde las luchas de las sufragistas hasta las primeras manifestaciones por la reivindicación de los derechos de la mujer o los movimientos más actuales como Ni una menos, Femen o #MeToo, en todos ellos encontramos que el espacio del feminismo siempre ha estado a pie de calle y su objetivo no ha sido otro que la transformación social.
Volviendo a Davis, podríamos definir sin más el feminismo como aquella teoría cuya radicalidad reside en defender que las mujeres somos personas. Al margen de la ironía de la autora, es cierto que Davis consigue, en cierto modo, conjugar en su definición varias tradiciones del feminismo. Resuenan en esta frase las voces de aquellas primeras teóricas feministas ilustradas que inician el camino denunciado la exclusión de la mujer del espacio de lo público y, por ende, de la comunidad política. Autoras como Marie de Gournay, Olympe de Gouges o Mary Wollstonecraft fueron las primeras en sacar a la luz las contradicciones y paradojas del concepto de ciudadanía. Dicho concepto, esbozado por los más grandes teóricos liberales, y convertido por los mismos en la piedra angular de las revoluciones burguesas, había sido elaborado, sin embargo, a partir de presupuestos meramente masculinos. De este modo, las mujeres quedaban fuera de la definición de ciudadanía, siendo relegadas, por su débil condición, al espacio de lo privado, no constitutivo de subjetividad política.
La lucha por la igualdad, sin embargo, se ha ido ampliando en los últimos siglos y el feminismo ha ido incorporando diferentes vindicaciones y críticas transversales. La articulación de los discursos en torno a la clase, la raza, la identidad sociocultural, el sexo y orientación sexual, así como el cuestionamiento del heteropatriarcado como un sistema jerárquico y excluyente inherente al capitalismo, son algunos de los debates más fructíferos que han surgido dentro de los movimientos feministas.
Mujeres de origen inmigrante, de baja condición social, mujeres lesbianas, incluso transexuales, trabajadoras ilegales o con condiciones laborales precarizadas, como es el caso de las empleadas del hogar, las prostitutas, etc., son algunas de las voces subalternas del feminismo que nos han hecho ver que la transformación social no se produce exclusivamente reclamando igualdad desde la condición de mujer blanca, de clase media-alta y con una determinada educación. Debemos asumir que hablar de feminismo es hablar no solo de opresión de género, sino también de explotación, de clasismo y racismo. Y que la igualdad real solo será efectiva cuando seamos capaces de cuestionar nuestros propios privilegios en tanto que sujetos hegemónicos.
Hoy más que nunca nos urge trabajar por sociedades más justas, igualitarias y democráticas en las que voces distintas y sujetos subalternos puedan tener cabida. La responsabilidad ante las situaciones de precariedad, vulnerabilidad, desprotección jurídica o exclusión que sufren muchas mujeres es una tarea que nos acomete a todos, implicando en ella a los distintos actores sociales, políticos y empresariales. Si es cierto que vivimos buenos tiempos para el feminismo, será necesario asumir que el compromiso por la igualdad de género es necesariamente un compromiso con la democracia. Solo desde estos parámetros seremos capaces de elaborar ciudadanías colectivas, inclusivas y más justas.