
Ya ha llegado a las aulas la primera generación digital, los que nacieron alrededor del estallido de la primera burbuja tecnológica. Es decir, los que tenemos más años empezamos a ser conscientes de los desengaños asociados a toda una época.
Si a partir del 2005 creíamos que las, por entonces, nuevas tecnologías serían el elemento disruptivo que conseguirían soñadas utopías (más libertad, más justicia, control del poder, reparto de la riqueza, acceso general a la información…), a partir del 2015 entendimos que la centralización de los datos y los beneficios de la transnacionalidad solo iban a beneficiar a unos pocos. Muy pocos. Y siempre a costa de nuestros derechos y nivel de vida.
Hay decenas de ensayos y novelas que tratan sobre este desencanto, pero quiero centrarme en dos títulos que hablan sobre la educación y la universidad y, solo transversalmente, de la tecnología. Las estadounidenses Cathy Davidson y Andrea Gabor remarcan en sendos libros los cambios sufridos por las instituciones educativas. Ambas son optimistas pese a todo y destacan en sus textos las experiencias positivas, sin embargo, por diferentes caminos lo que cuestionan severamente es el uso de la tecnología para digitalizar la educación.
A partir del 2005, la tecnificación de la educación fue muy intensa, pero faltó, como en el resto de la sociedad, un debate sosegado sobre la aportación real a la calidad del aprendizaje o la experiencia del alumno. Como señaló John Bury, bastaba el aura de progreso para asumir que incluir lo digital en cualquier contexto era bueno.
En realidad, como señalan Davidson o Gabor, esta urgencia no provenía de la comunidad educativa, sino de sus gerentes, porque les permitía ahorrar costes (y ganar la consiguiente prima). El resultado era que la educación se convertía en un proceso industrial, aunque paradójicamente su valor recae en ser un proceso artesano, único y personal.
La visión industrial tuvo su mejor reflejo en el aumento geométrico de la oferta de la enseñanza en línea, pero no entendida como una evolución de la enseñanza a distancia, sino como la homogenización del proceso educativo. Sin embargo, la buena educación a distancia conlleva unos costes que en nada envidian a la presencial. Por eso, a partir del 2016, se puede hablar de otro pinchazo tecnológico, esta vez asociado a la educación basada en la tecnología, del que parece que solo se salvan las instituciones anteriores a la digitalización. Parece claro: la cuestión no es si el aprendizaje debe ser a distancia o presencial, sino bueno o malo.
¿Qué hace que un proceso de aprendizaje sea bueno y valorado? Lo mismo que hace cientos de años, señalan dichas autoras: maestros entrenados y centrados en los estudiantes, con alta formación, actualizados y curiosos, junto a aprendientes responsables de su proceso. Ambos ingredientes, remarcan ambas, hacen que lo disruptivo no sea la tecnología, sino la magia de una buena clase (los que tenemos la suerte de vivirlo en la Universidad Europea lo sabemos).
Más allá de las burbujas, según autores como Eric Sadin, esta es una conclusión frecuente en diferentes ámbitos: cada vez apreciamos más las interacciones cara a cara. Quizá, después de todo, la gran utopía era esa: valorar lo que teníamos.