
El estilo de vida occidental, tal y como lo conocemos en Europa, EEUU y otros países capitalistas con los que compartimos cierta estructura social y económica, está siendo fuertemente influenciado por la ley de la oferta y la demanda que sucede a nuestro alrededor y de la cual nos sentimos partícipes. La liberalización de los mercados, así como la promoción de la iniciativa privada, han hecho posible el desarrollo de una sociedad cada vez más exigente y competitiva. Han alcanzado niveles de desarrollo tecnológico sin precedentes y son capaces de ofrecer hoy en día múltiples servicios que condicionan la calidad de vida de las personas.
Es un hecho que, en este progreso económico, la accesibilidad de la población a determinados servicios no se está realizando con uniformidad; incluso en algunos casos todavía no se ha hecho posible. El paso del tiempo otorga más visibilidad dentro de nuestra sociedad capitalista a que exista una división siempre mayor entre las clases sociales y los diferentes niveles socioeconómicos. Así pués, las clases más ricas resultan más beneficiadas desfavoreciendo en este avance a los que cuentan con menos recursos.
Esta división siempre existente que, lejos de reducirse, se incrementa con los años, se enfrenta a una cuestión de origen moral en el momento en el que se impide el ejercicio de unos derechos humanos fundamentales como el derecho a la seguridad, a la educación, a la vivienda y, cómo no, a la sanidad. Aun así, son de agradecer las campañas creadas para la asistencia social porque ayudan notablemente a las clases menos favorecidas, mientras que el reto de cómo ejercer la asistencia sanitaria sigue suscitando muchas controversias entre los países más desarrollados.
Tras la implementación de los sistemas sanitarios nacionales se llegó a reconocer en distintas ocasiones la necesidad de seguir unas líneas de investigación compartidas para llegar a promover una sociedad más sana, capaz de emplear los avances tecnológicos para el bienestar de toda la población mundial. Un ejemplo fue la Conferencia de Ottawa, organizada en 1986 por la OMS (Organización Mundial de la Salud) y el gobierno de Canadá, en la cual participaron los delegados de 38 países miembros entre los que figuraban también España y EEUU. El acuerdo establecido en esta cumbre remarcó la necesidad de fomentar la salud y la calidad de vida en la población mundial. Los resultados fueron alcanzados a través de políticas nacionales y se continuaron estructurando a través de sistemas de atención sanitaria con diferentes características.
Estos sistemas sanitarios como actualmente los conocemos se pueden generalizar dividiéndolos en privados, públicos y mixtos, según el tipo de financiación, la cobertura, la elegibilidad del médico, el tipo y grado de participación en el coste por parte del paciente y el método de remuneración a los profesionales que lo aplican.
España, junto a la mayoría de los estados europeos, desarrolló su sistema sanitario nacional basándose en el derecho universal de sus ciudadanos, en la asistencia y prevención de la enfermedad y en la promoción de la salud. Este modelo, que recibe financiación casi exclusivamente estatal (impuestos de los ciudadanos), permite a sus usuarios un acceso a la atención médico-sanitaria independientemente de sus recursos económicos, de sus culturas, etnias, religiones u otras características, asegurando un trato de igualdad. Aunque determine un gran compromiso económico por parte del Estado, permite que todos los ciudadanos puedan acceder libremente a la atención sanitaria que necesiten sin necesidad de buscar un equilibrio entre sus peticiones de salud y sus recursos financieros.
Diferente es la situación en aquellos países en los cuales se implementó y se mantiene un sistema sanitario privado, cuyo ejemplo más significativo, sin duda, son los EEUU. Allí es donde la ley de la demanda y de la oferta fluyen ocultos a toda moral, determinando que la atención médica sea un privilegio de quien pueda permitírselo y no un derecho.
Este sistema aporta grandes beneficios a nivel económico nacional, favoreciendo el desarrollo y crecimiento de seguros de salud, comerciales farmacéuticas, hospitales y centros de atención privados, que cobran cifras significativas a sus clientes (los pacientes) para cubrir ciertos aspectos de su salud individual y aumentando, así, los ingresos en el mercado por causa de la enfermedad.
Por otro lado, este tipo de sistema es causante de numerosos problemas para aquellos ciudadanos que tienen más dificultades para asegurarse, incrementando una mayor desigualdad social. En los últimos años, el sistema de EEUU continúa siendo objeto de especulaciones respecto a su futuro y, aunque tiene numerosos detractores, existen fuerzas que abogan por él y le hacen mantenerse. Un ejemplo de ello se encuentra en las compañías farmacéuticas internacionales como Eli Illy and Co., Novo Nordisk y Sanofi Aventis, que están entre las mayores productoras de insulina en el mundo y que actúan dividiéndose buena parte del mercado para el tratamiento de la diabetes tipo 1, que afecta a 1,2 millones de personas solamente en EEUU. Las tres, entre otras, elevaron los precios del tratamiento anual con insulina desde los 2.864$ de 2012 hasta los 5.705$ en 2016, manteniendo el aumento de los precios hasta el día de hoy. Es muy significativo cómo el aumento del precio de la insulina casi se ha duplicado en el transcurso de los últimos 25 años.
Otro reciente ejemplo se dio el del 4 de febrero de 2019, cuando la empresa Catalyst Pharmaceutical fue duramente criticada por el senador de Vermont Bernie Sanders por haber decidido cobrar 375.000$ al año por la producción de un fármaco, Firdapse, necesario para tratar el síndrome miasténico de Lambert-Eaton, una enfermedad neuromuscular muy rara cuyo fármaco había sido proporcionado de forma gratuita durante varios años hasta este momento.
Por tanto, podemos entrever que, detrás del sistema sanitario, existen industrias como la médica y la farmacéutica cuyo objetivo es enriquecerse a toda costa. De esta manera, obligan a los pacientes a consumir salud a precios exagerados e incluso perpetúan, si es necesario, la enfermedad a través de la venta de innovadores medicamentos reciclados. Estos medicamentos, lejos de aportar algo de mejoría en el tratamiento de las patologías de sus pacientes, contribuyen a incrementar el marketing “de lo más nuevo y tecnológico”, volviendo al argumento de que su principal razón de ser es su propio beneficio.
Esta inflación resulta exagerada si tenemos en cuenta el crecimiento del producto interior bruto per capita y que el salario mínimo del profesional en activo crece a niveles mucho más lentos.
La pregunta que nos formulamos es: ¿hasta qué punto el beneficio económico tiene que encontrarse por delante del bienestar de los ciudadanos y de la moral? Debemos recordar que cuando el dinero se antepone a los valores, el sistema se corrompe y deja de tener sentido, nos alejamos del bienestar de la comunidad y se acrecientan las desigualdades.
Los anteriores ejemplos son solo unos pocos donde se muestra que, en aquellos casos donde la industria farmacéutica no esté específicamente controlada y regulada por los gobiernos, se continuará atentando contra la salud colectiva.
Debemos considerar que las compañías farmacéuticas se enfrentan a unos gastos de financiación importantes para poner sus productos en el mercado, bajo un estricto control del gobierno y unas exigencias cada vez mayores debido a la competencia y a la creciente innovación tecnológica.
Es necesario tomar conciencia por parte de los ciudadanos y ejercer el derecho a una mejor atención sanitaria, siendo la salud y la enfermedad imposibles de controlar totalmente por parte del individuo sin ayudas profesionales. Junto a esto, hay que asegurar una acción sinérgica por parte de los gobiernos que quieran actuar mediante políticas adecuadas que permitan, al mismo tiempo, aumentar el crecimiento económico y tecnológico. Y que permitan, también, un acceso universal y equitativo al sistema sanitario gracias a su influencia sobre las empresas productoras de productos sanitarios y a su capacidad de implementar infraestructuras eficientes.
Los ciudadanos europeos tenemos que valorar más la importancia de nuestros sistemas públicos y estar orgullosos de ellos, defendiéndolos y mejorándolos continuamente para el beneficio de la comunidad.