
El pasado 18 de julio celebrábamos el Día Internacional de Nelson Mandela, efeméride institucionalizada desde el año 2010 gracias a la resolución 64/13 de la ONU del año anterior. En 2020, además, la conmemoración ha coincidido con el trigésimo aniversario de la salida de la cárcel de Madiba (uno de los seis nombres por los que se le conocía) después de 26 años en prisión por la acusación de conspiración y sabotaje contra el gobierno de su país, los últimos cinco en régimen de aislamiento.
La relevancia de la figura de Nelson Mandela trasciende la frontera sudafricana y llega a toda la sociedad, porque él, como Gandhi en la India o Luther King en Estados Unidos, hizo de la lucha contra la injusticia y la desigualdad social su modo de vida. Nacido en 1918 en un país colonizado por los holandeses primero y por los británicos después, para regresar a control holandés hasta su independencia en 1961, padeció en primera persona la paradoja de la población negra sudafricana, que, pese a ser mayoría, se veía sometida a estrictas leyes de segregación racial impuesta por los afrikáners, es decir, los antiguos colonos blancos, ahora gobernadores de la Sudáfrica independiente.
La posición desventajosa en la que le tocó combatir junto a toda la población negra jamás le disuadió de mantenerse firme en su posición de lucha, al frente del Congreso Nacional Africano (CNA), fundado en 1912. La creciente ola de violencia ejercida por las autoridades y las fuerzas del orden se evidenció en la Matanza de Sharpeville, en marzo de 1961, cuando los manifestantes que protestaban contra las nuevas iniciativas discriminatorias del gobierno sufrieron una carga policial que dejó 29 muertos y algo más de un centenar de heridos, según las cifras oficiales. Este acontecimiento convenció a Mandela de la necesidad de responder a la violencia con violencia.
Movido por este sentimiento, inspiró y alentó la creación del MK, la Lanza de la Nación, el brazo armado del CNA, cuyos militantes se formaron en la literatura marxista leninista y recibieron entrenamiento militar en la China de Mao, mientras el bloque capitalista de aquel mundo bipolar se inquietaba ante la amenaza del fantasma comunista que parecía cernirse sobre el mundo. Apresado en 1962, al año siguiente sus principales colaboradores, entre quienes se contaba el recientemente fallecido Andrew Mlangeni (2020), fueron arrestados y, junto a él, juzgados en el Proceso de Rivonia, que se resolvió con una sentencia de cadena perpetua para todos ellos.
Las tensiones experimentadas en el contexto sudafricano en estos años no son en absoluto independientes del contexto de la Guerra Fría. De hecho, la Matanza de Sharpeville y los procesos de Rivonia ocurren apenas unos años después del triunfo de la Revolución Cubana (1959), y en paralelo a la catarsis desatada en el contexto internacional tras la construcción del Muro de Berlín en 1961 y la Crisis de los Misiles del año siguiente, mientras la África septentrional consolidaba su proceso de descolonización tras la dramática independencia de Argelia (1962). Ante tal panorama, no era de extrañar que China y la Unión Soviética, por una parte, mirasen con interés los sucesos de Sudáfrica, considerando la causa negra como una baza a su favor en la lucha contra el bloque occidental; y que Estados unidos, por otra parte, fuese el principal interesado en pintar al régimen del apartheid como muro de contención frente al avance del comunismo en el Tercer Mundo.
Nelson Mandela y sus compañeros cumplieron condena, primero en la prisión de Robben Island, y desde 1982 en Pollsmoor, cárcel de máxima seguridad de Ciudad del Cabo. Durante estas dos décadas jamás abandonó su activismo político, hasta el extremo de que, por una extraña paradoja, se acabó convirtiendo en un elemento mucho más incómodo para el Gobierno desde la prisión que en libertad, pues su cautiverio era la caja de resonancia perfecta para una voz que cada vez sacudía más conciencias. Ahora bien, pese a las largas temporadas de aislamiento y los intentos por minar su fortaleza, el propio Gobierno sudafricano perdió respaldo internacional, una vez más al calor de los acontecimientos globales: en la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov alcanzaba la presidencia en 1985 y, un año después, daba comienzo a un lento proceso de desmontaje del sistema comunista desde dentro, gracias a dos herramientas perfectamente combinadas, la perestroika y el glasnost.
Sudáfrica perdía fuelle como abanderada del anticomunismo en el continente africano, si bien su prestigio había sufrido un duro varapalo una década atrás, cuando la Revolución de los Claveles (1974) liquidó de un plumazo el salazarismo en Portugal, así como los últimos vestigios coloniales occidentales en África: Mozambique (1974) y Angola (1975). Las conversaciones entre Nelson Mandela y el presidente Frederik de Klerk, celebradas en secreto, acabaron posibilitando una paulatina reconversión de Sudáfrica en algo diferente: primero, gracias a la liberación de buena parte de los presos del Proceso de Rivonia (1989), con la caída del Muro de Berlín como música de fondo, para dar paso después a la puesta el libertad del propio Madiba (1990) y a las elecciones de 1993. Aquí quedó liquidado definitivamente el régimen del apartheid, pues el resultado fue la victoria del CNA, que otorgó la presidencia al paciente líder de la lucha negra en Sudáfrica.
Cuando se publican estas líneas, han transcurrido otros 26 años desde aquel momento histórico, poder que todavía detenta tras las victoria de 2018, que permitió a Cyril Ramaphosa reeditar su presidencia. Quizá la prevalencia del CNA en la vida política sudafricana sea lo menos destacable, dos meses después del asesinato de George Floyd en Estados Unidos y del inicio de las protestas lideradas por el movimiento Black Lives Matter. Con toda seguridad, lo principal es mantener la conciencia de la necesidad de combatir por la igualdad de derechos de todas las personas, con independencia de su religión, identidad o procedencia, porque es vital que el legado de gigantes de la historia como Nelson Mandela, Andrew Mlangeni, Mahatma Gandhi o Martin Luther King, jamás caiga en el olvido.
Antonio Jesús Pinto es profesor de Relaciones Internacionales en el Grado en Relaciones Internacionales y el Grado en Periodismo