
La elección del Parlamento Europeo, órgano de representación democrática directa de los europeos junto a los parlamentos nacionales y cada vez con mayor protagonismo en la arquitectura política de la Unión Europea, es un desafío en sí mismo. Del equilibrio y la diversidad que represente el futuro Parlamento, dependerá el sentido de muchas decisiones políticas en los próximos años. Pero, además, tras un largo periodo de recuperación económica y política, Europa debe ahora redefinir y reforzar su papel en el escenario global multipolar y, debe realizarlo haciendo más fuerte su proceso de integración, más ágil su contacto con la ciudadanía y más firme su compromiso con los valores democráticos y atlánticos.
La Europa democrática y de éxito que hemos construido bajo el principio de la soberanía compartida, liberal, solidaria y humanista desde su concepción, y que ha sufrido los embates de la crisis y los ataques de los populismos, ha hablado el 26 de mayo para decir con sus votos que el proyecto democrático europeo se ha impuesto a la incertidumbre y al euroescepticismo de manera clara e incontestable. El Partido Popular Europeo, la Alianza Progresista de Socialistas y Demócratas y la Alianza de Liberales y Demócratas por Europa mantienen el liderazgo en el Parlamento Europeo sumando entre los tres, 436 diputados. Con estos resultados la globalización recibe un impulso desde Europa, como lo reciben el libre mercado, las políticas sociales y el respeto a la diversidad y a la sostenibilidad ambiental, confirmada también en estas elecciones con el ascenso de los Verdes hasta los 70 escaños.
En una campaña fracturada y condicionada por las tensiones intraestatales, por el brexit y por los populismos, la victoria de las propuestas integradas en las grandes familias del centro derecha europeísta y democristiano, de socialistas y socialdemócratas, de liberales y de los verdes, significa la reactivación del futuro comunitario y la consolidación de una idea de Europa basada en los principios que han convertido a la Unión en la entidad política con mayor grado de desarrollo democrático supranacional de la historia. Una Europa de los europeos y para los europeos, creíble y concretada en instituciones democráticas y abierta, como siempre estuvo, a la incorporación de nuevos estados y ciudadanos.
Pero el desafío de estas elecciones desborda la herencia del pasado y las perspectivas de un futuro a medio plazo. La Unión Europea se enfrenta hoy a su propia esencia y razón de ser, con el horizonte de un mundo de potencias de grandes dimensiones demográficas y territoriales y de estrategias de cooperación y relaciones globales, altamente sofisticadas, tecnológicamente competitivas y políticamente inciertas. En este periodo histórico, además, la fuerza de los populismos, la miopía de los particularismos y la influencia de las tensiones internacionales ha contribuido a desdibujar el sentido europeísta y trascendente de estas elecciones y del propio proyecto europeo. Y en ese proyecto desdibujado durante años, han encontrado su espacio político distintas maneras de entender Europa. En algunos casos lideradas por partidos y movimientos que promueven y trabajan para debilitar el dinamismo de la Unión y plantear otra Europa, desde la debilidad.
Desde las tendencias disgregadoras y euroescépticas, que como en el caso del brexit han priorizado el interés particular y nacional, antes que seguir avanzando en el proceso de integración. Desde las minorías localistas y grupos independentistas que buscan en Europa aquello que no encuentran en sus Constituciones, y consideran a las instituciones como un refugio o una alternativa política para continuar con sus estrategias de reivindicación y de reconfiguración de los marcos legales existentes. O desde las nuevas fuerzas ultraconservadoras que pretenden aprovechar la vía británica para intimidar a los supuestos burócratas de Bruselas, pero que en el fondo utilizan a la Unión Europea para sus intereses nacionales. Y, desde luego, también desde los grupos de extrema derecha que hablan de construir “otra Europa” porque no se sienten cómodos en la actual.
El éxito de Salvini en Italia, de Farage en Reino Unido y de Le Pen en Francia, confirman, sin dudarlo, que el populismo eurófobo sigue supurando como una cicatriz no cerrada en un cuerpo europeo tan diverso. Aunque esas opciones políticas no constituyan ninguna alternativa para el proyecto y continúen expresándose a través de concepciones y partidos dispares, muy desunidos a pesar de los intentos de algunos intereses y del propio Salvini por unificarlas. Porque si los euroescépticos y críticos ya estaban divididos en varias familias minoritarias en el anterior Parlamento, que agrupaban a grupos conservadores, más nacionalistas, por un lado, a los populismos antieuropeos por otro y al UKIP británico y el Movimiento Cinco Estrellas italiano, –en una tercera y rocambolesca “familia Adams” antieuropea–, en esta legislatura no parece nada fácil que puedan alcanzar mayor cohesión.
El triunfo de los partidos europeístas debe de hacer reflexionar a quienes durante los últimos años han financiado y promovido el debilitamiento de la democracia a través del debilitamiento de la Unión Europea. Tienen ahora la oportunidad de sentarse a esperar mejores tiempos o de seguir acumulando esfuerzos para vencer la inercia histórica de éxito y convivencia pacífica que el proyecto europeo representa.
Pero la Unión no es ningún ente lejano que impone políticas salvajes para mantener una estructura burocrática dirigida por el capital. Europa es una realidad económica viva y tangible que inspira confianza y seguridad a los ciudadanos y a los Estados miembros. Con dos retos en el horizonte económico y social como son el desarrollo de la Unión Económica y Monetaria a través de la Unión bancaria, y la progresiva armonización fiscal y el impulso de la Europa Social para paliar los efectos de la dura recuperación. Los partidos europeístas tendrán que equilibrar ambos desafíos desde el planteamiento común de que la generación de riqueza permite su redistribución, no al revés. Y que aquella se produce dentro del euro y gracias a la fortaleza del euro, y no fuera del euro y por culpa de su debilidad, como pretendieron los populismos de izquierda al comenzar la crisis económica hace ahora una década. La caída por debajo de los 40 escaños de los grupos integrados en la coalición de la Izquierda Unitaria Europea, que integra a estos populistas de izquierda y a otros extremistas tradicionales, parecen reflejar que la Europa de la protesta sin descanso ha dejado paso a una Unión centrada y fuerte, capaz de aportar soluciones. Pero llega la hora de trasladar el éxito de los resultados a la complejidad de las negociaciones sobre cargos y equilibrios institucionales. Y después, la hora de redefinir la dimensión y orientación de la Europa que queremos proyectar en ese entorno global, donde el orden liberal occidental está cuestionado. Aunque la democracia, como ha quedado claro después del 26 de mayo, puede ser el elemento clave para fortalecerlo.