
Hay comunicadores con talento y carisma, eso es indiscutible, pero muchos de ellos están atrapados en ese talento y en ese carisma. Percibimos cómo “se escuchan” al hablar. Su presencia puede ser impactante, pero no transformadora, porque dicha presencia, en cierto modo llena de memoria y vacía de creatividad, evoca tan solo con una parte de nuestro ser: el intelecto. La gente suele admirar esta hemorragia de datos y puede ser que en tales charlas se aprenda intelectualmente, pero no se logra transformación individual y colectiva o crecimiento interno del grupo.
Bien cierto es que, en etapas tempranas de la vida, esto es casi inevitable, pero como adultos, la mera información repetida no nos ayuda mucho. Cuando se habla desde la cabeza, se conecta con la cabeza de quienes escuchan. Por el contrario, lo que brota del corazón llega al corazón.
Cuando se habla desde la presencia, nuestras palabras encuentran la rendija para penetrar en lo más hondo de quienes se hallan presentes. Podemos cuestionar creencias desde la razón y empatizar emociones, pero solo desde el estado de presencia se produce una honda transformación.
Nos encontramos en una era con mentes 3.0 y nuestra presencia a la hora de comunicar debe ir más a allá de la dimensión cognitiva. Estamos en un mundo colonizado por la razón, aunque gracias a esa razón que nos inundó hemos podido liberarnos de la superstición y de la magia. La razón, con su método deductivo, trata de objetivar todo aquello que nos rodea, incluso el proceso de la comunicación. La razón nos permite dejar atrás la etapa prepersonal para llegar a la etapa personal; una vez aquí, queda otro tramo más profundo que podemos nombrar como la dimensión transpersonal.
Sucede que, de pronto, la flor se abre y comenzamos a vislumbrar algo más allá del pensamiento y del modo técnico. Sucede que comenzamos a vivenciarnos desde la consciencia. De hecho, para comunicar no basta con una técnica racional emitida por quienes coleccionan datos e información. Tengamos en cuenta es relativamente fácil llegar al hecho de “entender”. Es, asimismo, muy probable que entendamos todo lo que se comunica, pero puede suceder que, habiendo entendido todo, no hayamos comprendido nada. Comprender es un acontecimiento de mayor calado, es patrimonio del yo profundo.
Lo que realmente transforma a un ser humano no es solamente “entender” las cosas, sino estar plenamente presente en ese súbito relámpago interno. De pronto, sucede que experimentamos una sensación expansiva y gozosa, sucede que acabamos de “comprender”. Este acontecimiento no viene del intelecto, sino de la dimensión profunda del ser. A menudo escuchamos algo que hemos oído ya mil veces sin grandes consecuencias internas. Sin embargo, ese día, de pronto, llega a nuestro interior y cuaja. El derivado de esa comprensión se valida sin referencia externa, ya que lo vivido y comprendido es sentido como completamente propio; sucede que hemos interiorizado ese nuevo nivel. Se trata de un proceso que ocurre dentro de cada uno de nosotros por el que convertimos lo que se desenvuelve en el intelecto en una vivencia en coherencia con nuestro corazón.
Cuando asiste a ese “momento ajá”, es decir, a la comprensión, conecta con una sensación de certeza muy profunda, y desde ahí, puede decirse que comunica con la inteligencia del corazón. Se trata de una conexión con el yo profundo que tiene mucho que ver con la comunicación consciente. Es algo relacionado con el sentido y propósito profundo de la vida en el que comenzamos el camino del despertar. Es como sacar la cabeza de la “caja de cartón”. Para ello hay que tener coraje y abrirse de forma vulnerable a esa esencia del interior de cada uno. Una dimensión compasiva y cardíaca, llena de valores primordiales que sobreviven a la ley universal de la impermanencia.
Sabemos que todo está cambiando constantemente. Como comunicadores conscientes, debemos aceptar la incertidumbre que habita en cada instante. La aceptación de dicha impermanencia nos permite captar el sentido de lo que surge en nuestro súbito mensaje interno. Lo importante es darse cuenta de lo que sucede, ser consciente. Es la clave en el proceso de comunicación. Darse cuenta es, en realidad, el clic del despertar, el clic que nos libra de lo automático y predeterminado. Ser consciente permite tener opciones y reconocer, no solo cada mensaje que emito, sino también desde qué parte de mí emerge.
Darse cuenta me permite tomar opciones: la opción de cambiar el tono de mi mensaje, la opción de cambiar el ritmo del mensaje, la opción de afinar el cómo de mi mensaje. Es, en definitiva, vivirnos con la sensación de que podemos tomar las riendas de la comunicación para que todo esté bañado de sencillez y logre ser plenamente comprendido. Reitero que este “darse cuenta” es un acto súbito y relampagueante que señala un movimiento surgido desde lo profundo. Este derivado de la atención despierta es un recurso muy potente en el ámbito de la comunicación.
Debajo de toda exageración subyace la “sombra psicológica”: el miedo, la falta de confianza. La natural inconsciencia teje una alfombra emocional de asuntos enterrados y pendientes por resolver. Aspectos a menudo derivados de las heridas de la infancia que todos atravesamos y que, haciéndolos conscientes, podemos aceptar e integrar. Este tipo de sombra sin reconocer no nos permite la conexión fluida a la hora de comunicar. Nos lleva al maquillaje comunicativo que no nos permite transmitir de manera auténtica.
Comunicar es compartir. Comunicar es unir. Conviene estar atentos a los registros sutiles durante su ejercicio, a los estímulos imperceptibles que subyacen en el lenguaje de nuestra presencia tanto verbal como no verbal.
Mantengamos un oído dentro y otro oído fuera a la hora de poner en marcha los procesos de comunicación. Evoquemos la inteligencia transpersonal como fuente y metamodelo emergente del siglo XXI. Para ello conviene destronar la inteligencia lógico-matemática y reconocer otras inteligencias tales como la verbal, la matemática, la emocional, la musical, la espacial, la interpersonal y la intrapersonal. Esos son los tipos de inteligencia nombrados por Howard Gardner, psicólogo de la Universidad de Harvard, en el siglo XX.
Conviene tener presentes tales inteligencias y no idealizar ninguna. Basta con tener en cuenta que no solo somos valorados por el famoso coeficiente intelectual. De hecho, en tales mediciones, dicho coeficiente es lo menos significativo de lo que somos. Los cajoncitos y los ordenamientos analíticos apoyan nuestro orden consensuado de lo que llamamos realidad, pero el hecho de que todo lo que percibimos esté discernido y colocado no significa mucho en nuestra plenitud y autorrealización.
¿Cómo expresar y reconocer el papel del alma humana (no del alma religiosa) en la comunicación? El alma que late subyacente en ese aspecto profundo que inunda de confianza a quién habla. Que suscita el interés y la atención de quienes se hacen presentes. Una confianza no basada en el control de los hechos concretos, una confianza transpersonal y, por tanto, transracional.
La cultura del silencio abre una dimensión más profunda en la comunicación consciente, más allá de la razón y la memoria del comunicador. En este sentido, cuenta la práctica de la meditación y el descubrimiento del propósito de vida. ¿Para qué he nacido? ¿Quién soy? ¿Qué sentido tiene mi vida? Se trata de miradas que no soslayan el progreso y la tecnología externa, sino que más bien indagan sobre una metatecnología de la propia transformación que deviene de la inteligencia transpersonal. Algo que estuvo y estará siempre en nosotros, y que permanece a pesar de los cambios constantes de la forma. Aquello que nos permite reconectar con el núcleo de nosotros mismos cada vez que emitimos un mensaje. Propósito, conciliación, inclusión, compasión, observación, mirada interior. Una manera de estar en cada momento y, desde ahí, comunicar.
La inteligencia transpersonal es algo similar a la inteligencia espiritual, pero desde un abordaje transreligioso. Es decir, más allá de las creencias, dogmas, religiones y paquetes de sectarismo pensante que los mundos míticos anteriores han necesitado como vínculo infantil de pertenencia y seguridad.
Observamos que la inestabilidad nos visita para que crezcamos y salgamos de la zona de confort. La vida se ocupa de que descubramos territorios nuevos. Tal descubrimiento sucede en cada respiración, en cada paso de la vida, en cada ciclo de crecimiento. El héroe de todos los mitos siempre ha sido quien dejó su casa e inició su particular camino iniciático que le llevaría a ensanchar su mirada, a comprender y a lograr profundizar en el corazón mediante la aventura de la autoconsciencia.
Hablar en público es lanzarse al abismo. Incluso los actores que llevan muchos años de experiencia lo perciben como una situación amenazante que no tardan en convertir en noble desafío. Quien se expone puede experimentar inquietud, temor al rechazo, juicio, crítica, evaluación… Sentimos temores inconscientes de que aquello que vamos a comunicar puede aburrir o resultar mediocre en alguna de sus formas.
Por eso es importante aprender a sujetar nuestras emociones de amenaza e inseguridad y observar nuestros miedos, es decir, reconocer nuestros temores inconscientes. Desde ahí, nuestra amenaza se transforma, como ya he indicado, en un desafío que despliega recursos insospechados. Conviene tomar consciencia de la rumiación de pensamientos, de los interminables diálogos internos repetitivos de manera que logremos sostener nuestras emociones y recolocarnos en un estado de presencia tan despierto como creativo.
La inteligencia transpersonal trabaja con esa súbita inspiración que brota de las íntimas resonancias. Esta inteligencia permite conectar con la parte de uno mismo más intuitiva que racional. Una parte que, a veces, aflora en el dolor emocional, en las crisis de crecimiento, en los momentos existenciales en los que “nos jugamos la vida”, en el mundo del límite como espacio fértil en comprensión, un espacio que no aflora mientras estamos en la zona de confort, en el mundo de lo “controlado”.
Desde la perspectiva transpersonal, la aceptación no es resignación. Es algo más profundo que, a su vez, neutraliza el duelo. De hecho, a mayor aceptación, menos duelo; y a menor aceptación, mayor duración en el duelo. La capacidad de aceptar lo que sucede va a por unos circuitos distintos a los ramales cognitivos por los que, a menudo, se desea que la vida sea de otra forma. Esta capacidad de aceptar sin soslayar anhelos y objetivos se va integrando en la persona de forma nuclear. Se trata de una capacidad que no deviene de un aprendizaje especializado o de máster alguno. Hay una metaciencia del yo que no tiene que ver con una rama del saber. Tal dimensión se despliega con la cultura de la interiorización y el silencio que ha alimentado a sabios y místicos durante todos los tiempos.
La mencionada cultura del yo profundo no busca acumular información, sino aflorar la sabiduría profunda como patrimonio del corazón humano. Esta capacidad es muy diferente a lo que llamamos conocimiento. De hecho, el término sabiduría suena a amor consciente y a paz profunda. Se trata esta de una paz sin causa, que no se vivencia precisamente cuando alcanzamos un determinado logro, tal y como pueda ser una remuneración económica, o en momentos en que somos reconocidos, o cuando se nos notifica que ya estamos curados….
La paz sin causa de la que hablamos está alojada en el ser uno mismo en estado de completa presencia. Una paz como identidad profunda que somos todos en la esencia. Aquel estado que a veces aflora y que a veces se nos escapa. Un estado en que, cuando se desvanece, dejamos el modo ser y volvemos al modo hacer, a menudo frenético y evasivo. Surge, entonces, el miedo, la ansiedad; vivimos en la anticipación amenazante; vienen recuerdos y de nuevo asistimos a la película histórica que la mente activa de manera interminable. Nos apegamos a nuestros pensamientos y comenzamos a creernos todo lo que pensamos. Son momentos para detenerse, para respirar conscientemente, para el autocuidado corporal; son momentos de recordar nuestro compromiso con la meditación.
En realidad, los cuatro pilares de un autocuidado desde la perspectiva del desarrollo integral son los siguientes: el sueño, la alimentación consciente, el ejercicio físico y la meditación. Cuatro pilares que conviene cuidar para tener las bases limpias y la casa ordenada.
Mindfulness es la propuesta de desplegar la atención plena que formuló Jon Kabat Zinn. Es una iluminada orientación de la atención al ahora y la suspensión de juicios y etiquetas sobre la experiencia que estamos viviendo. Mindfulness ofrece técnicas silenciosas de introspección cuyas raíces se hallan en la cultura budista y yóguica de Oriente. Recordemos que el yoga, que tiene 12.000 años, ha supuesto una práctica de interiorización impresionante, en muchos casos a través del cuerpo, como pueda serlo el Hata Yoga. El mindfulness trabaja con la atención o enfoque de la mirada interior. De hecho, cuando afirmo “estoy atento, estoy despierto, me estoy dando cuenta”, no estoy prestando atención la información y sus paquetes de datos, sino que me encuentro enraizado en la autoconsciencia.
El mindfulness de Jon Kabat Zinn ha sido planteado desde la neutralidad y la distancia de la influencia religiosa. Con el concepto de “atención plena” se alude a un conjunto desnudo de técnicas sin creencias, algo alejado de ellas y de dogmas. Y solo de esta manera y, sin trasfondo religioso, ha sido como las universidades, en su día, bajaron la guardia. El mindfulness es una herramienta beneficiosa para el crecimiento y el aprendizaje por sus múltiples beneficios neurológicos como, por ejemplo, el aumento de la masa gris y derivados emocionales, conductuales y existenciales, que generan impresionantes mejoras en los meditadores.
Al estudiar los cerebros de meditadores experimentados, se han observado resultados positivos increíbles. Por ello, el mundo de la empresa ha invertido en grandes proyectos que monitorizan los efectos de la meditación en el mundo del trabajo. No podemos soslayar en este campo la esfera de la salud; en realidad los hospitales más reconocidos recomiendan a sus pacientes que mediten para optimizar su proceso de recuperación. El mundo de la educación también ha apostado ampliamente por la meditación. De hecho, el 75% de los colegios del mundo desarrollado cuentan con tutorías mindfulness. Es una asignatura atencional, una apuesta sutil y consciente por conectar con valores más profundos que están en capas más cercanas al ser. Vivamos despiertos, cultivemos el autocuidado que integre el despertar de la consciencia mediante prácticas de interiorización que activen el darnos cuenta y permitan aflorar el estado fluido de presencia.