
A pesar de que han cambiado mucho las cosas desde los años oscuros del sida, en los que tanto el agente como sus vías de transmisión eran desconocidos, la infección por VIH supone aún hoy un problema de primer nivel. Pese a los avances de la medicina y la salud pública de las últimas tres décadas, seguimos teniendo por delante un gran reto tanto biomédicosanitario como social.
La historia del VIH en los últimos 38 años ha marcado y definido la historia de la humanidad más allá de cómo ha marcado a las Ciencias Biomédicas y a la Medicina. En un momento en el que se pensaba que el hombre podría lograrlo todo, apareció un síndrome clínico transmisible definido por unas infecciones oportunistas que consiguen atacar sin piedad al organismo gracias a un déficit profundo en las defensas. Rápidamente, una sociedad en shock que no había tenido tiempo de encajar el golpe señaló a las víctimas como culpables al asociar la enfermedad con la homosexualidad, la hemofilia y el consumo de heroína. Así surgió el estigma, que ha acompañado a los pacientes como una segunda enfermedad (esta, social) durante las últimas cuatro décadas.
En 1983 se aisló el virus; paralelamente se identificó su capacidad para transmitirse por la sangre, por relaciones sexuales no protegidas y por vía vertical (de madre a hijo en embarazo, parto y lactancia). En 1996, tras el descubrimiento del tratamiento antirretroviral de gran actividad (TARGA) se comenzó a controlar de forma efectiva el virus; los 10 años previos sirvieron para definir qué fármacos utilizar y cómo se debían combinar, mientras los pacientes iban quedándose por el camino. En ese año aprendimos también que el sida se puede evitar, abriéndose una nueva esperanza para los pacientes y la sociedad, que han visto cómo progresivamente los tratamientos se han vuelto menos tóxicos y menos invasivos. Hoy en día, con un TARGA sencillo y sin efectos secundarios importantes, nos quedan como principales retos evitar la transmisión y acabar con el estigma. Ambos requieren de cambios sociales, los cuales siempre tardan más en llegar que los avances biomédicos.
Según ONUSIDA (2017), hay 36,9 millones de personas infectadas en el mundo; de estos, 35 millones son adultos y 18 millones son mujeres. En 2017 hubo 1,8 millones de nuevas infecciones y se perdió la batalla en 940.000 personas que fallecieron por sida. La mayor parte de la pandemia mundial se concentra en el África subsahariana. En España se estima que hay unas 140.000 -170.000 personas, con 3.381 casos nuevos en 2017, según fuentes ministeriales. El 15% de los nuevos diagnósticos son mujeres. La vía de transmisión en el 54% de los casos son las relaciones sexuales entre hombres y en un 28%, las relaciones heterosexuales.
La infección resultante de la interacción del virus con el organismo (y con las defensas) define tres fases: una primoinfección, una fase de latencia asintomática y una fase de sida caracterizada por la aparición de ”eventos SIDA”: infecciones oportunistas y cánceres bien definidos, que se pueden desarrollar tras la pérdida de linfocitos CD4. Si bien cada persona responde al virus de un modo diferente, sin tratamiento se llega a sida tras una media de 8-10 años, dependiendo de la morbilidad y la mortalidad derivada de la infección del momento en el que se inicie el TARGA. Si este se inicia pronto, se consigue que las defensas no se deterioren, que la calidad de vida sea normal y que la esperanza de vida sea cercana a la de una persona no infectada. Pero si el TARGA se inicia tardíamente, se pone al individuo en riesgo de enfermedades-infecciones oportunistas, pérdida de calidad de vida y dependencia y, en última instancia, de morir por la infección.
Es un reto para la sociedad actual luchar contra las consecuencias de la enfermedad y esto, hasta que no podamos evitar o erradicar la infección, pasa obligatoriamente por el TARGA precoz. Un TARGA precoz requiere, a su vez, un diagnóstico precoz; es decir, evitar el diagnóstico tardío que implica diagnosticar la infección con menos de 350 CD4/mm3 y que se asocia con más morbimortalidad, más costes sanitarios (directos e indirectos) y más transmisiones por desconocimiento a segundas personas. El hecho de que en 2017 el 48% de los diagnósticos fueron tardíos en España indica la necesidad de mejora que aún resta en este aspecto de la infección.
La prevención de la transmisión requiere de un abordaje transversal en el que se impliquen agentes sanitarios, instituciones, sociedad y pacientes, integrando en un plan conjunto medidas biomédicas, conductuales y estructurales. La prevención primaria hoy en día requiere integrar el uso de métodos de barrera para la vía sexual, medidas de higiene universal para la vía parenteral y medidas específicas para la vía vertical.
Considerando la larga lista de medidas preventivas, indudablemente la más importante ha sido el tratamiento antirretroviral: se sabe desde hace tiempo que el control y supresión del virus evita la transmisión por cualquier vía, con máxima evidencia para la vía sexual gracias a la publicación de los estudios PARTNER I y PARTNER II en los últimos 2 años. De estos estudios ha derivado un eslogan clave en la prevención hoy en día: “Indetectable igual a intransmisible”. Es decir, una persona con el virus controlado (indetectable) no puede transmitir la infección a través de la vía sexual. Esta evidencia se considera en la actualidad la principal herramienta para luchar contra el estigma, al quedar demostrado científicamente que una persona que toma el tratamiento correctamente no puede transmitir la infección.
La segunda parte de la prevención en el campo del VIH pasa por el cribado de la enfermedad, es decir, por realizarse el test del VIH. Actualmente la realización del test se aconseja en unas situaciones y en otras es obligatoria (donación de material biológico, por ejemplo). Entre las situaciones en las que se recomienda el test, se ha demostrado coste-efectivo realizar el test al menos una vez en la vida en cualquier persona que haya tenido relaciones sexuales. El diagnóstico precoz permite iniciar el TARGA antes de que las defensas se deterioren, garantizando mantener una calidad y esperanza de vida mejores, así como cortar la cadena de transmisión cuando se consigue la indetectabilidad en plasma. Aquí también el estigma juega en contra de la prevención: se ha observado en múltiples estudios que una de las causas principales por las que una persona decide no hacerse la prueba es el miedo y la falta de conocimiento, es decir, el estigma.
Independientemente del plan de estudios, el conocimiento del VIH es imprescindible dentro de la formación universitaria como medida transversal de salud pública. En primer lugar, porque el conocimiento de la enfermedad es el primer instrumento con el que cuenta una persona para luchar contra la transmisión: el conocimiento empodera a la hora de protegerse a sí mismo y proteger a los demás. Segundo, porque el conocimiento es la principal arma para luchar contra el estigma y contra la discriminación de las personas que viven con el VIH.
Considerando la cantidad de medidas preventivas de las que disponemos hoy, la desinformación funciona como una barrera para la prevención, y la información es la mejor herramienta para reducir la transmisión y lograr la erradicación del estigma. Por ello, la información es el camino para controlar la epidemia y mejorar la calidad de vida de las personas que viven con VIH. Esto apela a la responsabilidad de todo el personal sanitario entendido en su acepción más amplia, es decir, no solo personal médico o de enfermería, sino también a todos los agentes de las profesiones sanitarias en una labor de salud pública conjunta.