
En momentos de inoculación, con la mente puesta en el control definitivo de la COVID-19 para la vuelta a una vida no condicionada por el virus, existe otra pandemia mundial siempre coincidente y latente con cualquier hecho histórico, social, económicos, etc.: la violencia de género.
Las autoras de este artículo, sin embargo, consideran que es un término limitativo y prefireren usar el de violencia contra la mujer, aquella que hace referencia a todos los procesos de violencia contra las féminas por la simple cuestión de serlo, en el sentido expresado por el Convenio de Estambul.
Llamémoslo de una manera u otra, este tipo de violencia es un mal endémico y cultural sostenido por la ideología heteropatriarcal que no encuentra en las vacunas el antídoto.
El hecho de que algunos hombres sigan considerando a las mujeres algo de su propiedad, dóciles, manejables, sometidas y desprovistas de personalidad alguna lleva a que estas tengan una vida de sufrimiento y angustia. En ocasiones, únicamente resuelta mediante sentencia de muerte: la que ellos les causan.
Sus asesinos, parejas o exparejas, deciden cómo han de vivir, cómo han de penar y cómo han de morir. Y mientras todo esto sucede, las instituciones, van resolviendo a trompicones una realidad tan protocolorizada como desconocida.
De las 23 mujeres que han muerto a manos de sus parejas o exparejas en lo que llevamos de 2021 (1.100 desde el año 2003), 18 no habían presentado denuncia. 18 vidas desconocidas para las instituciones. 18 vidas que a las que no se les podían aplicar los protocolos. 18 mujeres a las que no se pudo ayudar.
Pero no solo ellas fueron las víctimas. A lo largo del 2021, estas mujeres asesinadas dejaron 13 huérfanos y tres más fueron asesinados a manos de sus padres. Maldita violencia vicaria que todo lo arrasa y lo destruye.
El caso de Anna y Olivia Gimeno Zimmermann, de uno y seis años de edad respectivamente, muertas a manos de su padre Tomás Gimeno en Tenerife, nos ha devuelto a la palestra la más terrible de las formas que adopta la violencia machista, la violencia vicaria.
El agresor, preso de la ira y movido por el odio hacía la que fue su pareja, decidirá matarla en vida, sabiendo que el daño que sufrirá será mayor del que le haría con su propia muerte. Frases del tipo «Te voy a dar donde más duele», «No volverás a verlos», “Te voy a enterrar en vida”, «Me voy a cargar a los que más amas» son pronunciadas por los agresores y escuchadas por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en toma de declaraciones o en denuncias interpuestas por la víctima.
La crueldad es de tal magnitud que la psicóloga clínica Sonia Vaccaro, especializada en Victimología y Violencia de género, compartió con los medios de comunicación la canción que envía la expareja de una de sus pacientes a su móvil, acompañada, además, de una multitud de frases amenazantes. Como si la canción no fuese suficientemente estremecedora: «Dos retoños que usan pañal / Le dan más guerra que el copón / Pobrecito José Bretón / Con una argucia de chacal / Él se los lleva de excursión / Qué familiar José Bretón».
Es importante destacar que no estamos ante un riesgo menor, según datos de la Secretaría de Estado de Seguridad el Ministerio del Interior recogidos a través del Sistema de Seguimiento Integral en los casos de Violencia de Género. En mayo de 2021, el total de menores que están en riesgo de convertirse en víctimas a manos de sus padres ascendía a 471; 415 con riesgo medio, 55 con riesgo alto y uno en riesgo extremo. Es decir, alguno de estos 471 podrían ser los próximos Anna y Olivia.
Lamentablemente, la violencia vicaria no es un tipo de violencia que se esté desarrollando en los últimos años. Ya en el año 2011, Save the Children alertaba en su informe: “En la violencia de género no hay una sola víctima” y advertía de que existían en España alrededor de 800.000 menores que sufrían las consecuencias de la violencia de género.
Ante la contundencia de los datos debemos preguntarnos si estamos haciendo lo suficiente como sociedad, además de estremecernos ante la cruda realidad.
Desde una perspectiva sociológica parece que no lo suficiente. Sería necesario actuar desde lo colectivo asumiendo que tenemos una grave pandemia, de la que todos podemos ser víctimas, que se llama violencia de género/violencia machista y de la que nos debemos curar. Para ello es necesario transformar y/o sustituir el modelo heteropatriarcal y heteronormativo por otro integrativo e incluyente basado en la equidad. Desmitificar el amor romántico. Y formarnos en valores sólidos de respeto e igualdad. Nadie por encima de nadie, todos iguales. Todos libres de decidir.
Ahora bien, esta circunstancia parece distar de la realidad y más cuando representantes sociales niegan el fenómeno de la violencia de genero.
Desde una perspectiva jurídica, llegamos tarde para muchas familias. En el pasado, no nos cuestionamos lo suficiente si el porcentaje de mujeres que no denuncia o que decide no proseguir con el proceso “perdonando” al agresor lo hace por temor a que se inflija un daño sobre sus hijos. En este sentido, por fin entró en vigor la reciente Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia. Esperemos que las medidas de prevención, sensibilización, detección y reparación que contempla su articulado tengan el resultado deseado.
De cualquier forma, decir no a la violencia machista e inocularnos su virus será imposible si aquellos que gozan del poder heteropatriarcal no quieren renunciar a él ni compartirlo.
Aida Fonseca es profesora de Violencia de Género en el Doble Grado en Criminología y Psicología
Rebeca Cordero es profesora de Sociología Aplicada en el Doble Grado en Criminología y Psicología