
A menudo se habla de internet como un mundo “virtual”, casi una realidad paralela, distinta a nuestra realidad “real”, diaria, que podemos tocar. Sin embargo, el comportamiento en internet no deja de ser comportamiento. Internet no es una esfera aparte que de alguna manera se mantiene inmune a las leyes del aprendizaje y la interacción; cuando las personas interactuamos y nos relacionamos a través de las aplicaciones y redes sociales, lo hacemos según los mismos principios que operan en nuestra vida diaria. Eso sí, hay aspectos importantes de esta interacción que se ven potenciados o dificultados por las variables propias de la red.
Uno de los principios básicos que rigen nuestro comportamiento es que nuestra conducta se modifica conforme a los resultados que obtiene; pueden ocurrir cosas de forma contingente a una conducta que harán que esta se dé más o menos, los llamados refuerzos y castigos, respectivamente. La descripción y estudio de estos fenómenos ha dado lugar en psicología a los hallazgos más sólidos de los que disponemos en lo que respecta al comportamiento humano (y de los otros animales), y, a su vez, ha derivado en tecnologías de cambio comportamental enormemente potentes, como la terapia conductual. Sin embargo, esas tecnologías son solo una aplicación concienzuda y dirigida de unos procesos que ocurren en todo momento y lugar, lo queramos o no, y seamos conscientes de ello o no. En la interacción cara a cara, incluso cuando no se tiene intención de hacerlo, estamos constantemente modificando el comportamiento los unos de los otros a través de una de las herramientas más poderosas que tenemos: el refuerzo social. Como animales sociales que somos, para un gran número de nosotros la atención positiva, las sonrisas, el continuar con la conversación… puede funcionar como un reforzador. Por ejemplo, si un amigo nuestro cuenta un chiste machista y nos reímos, lo probable y esperable será que lo haga más a menudo. Así, a través del procedimiento (involuntario y errático en este caso) conocido como moldeamiento, vamos, poco a poco, configurando nuestro comportamiento y el de los demás. Lo más probable es que nuestro amigo, el que contó el chiste machista, cuente otros chistes del estilo con nosotros, pero, también, que lo haga en otros entornos distintos. En algunos de estos entornos ese comportamiento se verá reforzado (esto es, la gente se reirá) de forma sistemática; en otros, será recibido con silencio o incluso con reproches. Nuestro amigo pronto aprenderá a contar ese tipo de chistes en unos entornos y no en otros. Y esto, independientemente de las justificaciones que dé por ello si se le pregunta, lo hará siguiendo un patrón que no por ser involuntario es menos sistemático y claro.
¿De qué manera modifica internet este proceso? En primer lugar, en la vida real una persona es un conjunto de muchas cosas: su aspecto, su tono de voz, los temas de los que habla… Todos esos factores interactúan para ayudarnos a formar una imagen completa de la persona. Sin embargo, en internet, es como si estuviéramos viendo a la persona a través del ojo de una aguja, y dependiendo de la red social en la que interactuemos, el ojo de la aguja irá dirigido de forma prioritaria a una cosa o a otra. Esta “fragmentación” se da, simple y llanamente, por el refuerzo diferencial de los comportamientos relevantes. Así, mientras que en Instagram ese “ojo” se centra de forma preferente (aunque no exclusiva) en las imágenes, en Twitter se enfoca en el contenido de lo que dice, por poner dos ejemplos. Nuestro comportamiento se adapta, por lo tanto, a ese “ojo de la aguja”: trataremos, en general, de ser más atractivos visualmente en Instagram, poniendo fotos que nos favorezcan, en lugares o desde perspectivas que hagan que reciban más likes; trataremos de ser más ingeniosos en Twitter, también, cómo no, por los likes. La misma persona puede comportarse de formas bastante diferentes en redes distintas, porque su conducta está pasada por el tamiz de lo que esas redes seleccionan y refuerzan de forma diferencial, de la misma manera que no nos comportamos igual con nuestra familia que con nuestros amigos o en el lugar de trabajo: esos diferentes ambientes seleccionan un conjunto de comportamientos que serán más o menos reforzados o castigados y que determinarán nuestra conducta final.
Conviene aquí hacer una aclaración breve: al leer el párrafo anterior, alguien puede haber pensado “me dan igual los likes, yo interactúo en redes por el placer de expresarme y no me importa lo que otros piensen de mí”. Es cierto que uno, en general, no tiene por qué tener como objetivo declarado el obtener refuerzo social; sin embargo, lo que es indudable es que ese refuerzo social, deseado o no, tiene un efecto sobre nuestro comportamiento. Incluso las personas que no buscan activamente “gustar” en redes ven su conducta en ellas alterada a través de las reacciones de los demás. Es muy adaptativo que sea así: si nuestro comportamiento no se ajustara (incluso sin darnos cuenta) al ambiente social en el que nos movemos, nunca podríamos funcionar con otras personas de forma satisfactoria.
Esto nos lleva a otro de los factores más importantes de la red, junto con cómo seleccionan los comportamientos y fragmentan nuestra conducta (el “ojo de la aguja” al que se aludía más arriba): la existencia de comunidades de todo tipo. Las comunidades en Internet (grupos de Facebook, grupos de cuentas o hashtags de Twitter o Instagram, etc.) surgen siempre de los intereses o factores compartidos, a diferencia de lo que ocurre con las comunidades de la vida offline, que muchas veces surgen por mera conveniencia geográfica (niños que van al mismo colegio, adultos que trabajan juntos…). Esto tiene un lado indudablemente bueno: da igual dónde estés, da igual cuál sea tu interés, vas a encontrar cientos, si no miles, de personas que comparten ese interés. Esta facilidad para encontrar comunidades supone toda una ayuda para personas que son parte de colectivos desfavorecidos u oprimidos, que encuentran apoyo y comprensión muy reales, aunque sea a través de un medio mal llamado “virtual”.
Pero hay un lado malo: lo que se ha dado en llamar “cámaras de eco”, grupos de personas afines entre sí por un factor concreto (normalmente ideología política o posición ante un tema polémico) que solo interactúan entre sí y no con las personas que opinan diferente. Esto no es un accidente en absoluto, y aquí empezamos a ver las orejas al lobo de las redes: esta agrupación de los que piensan igual no es solo una deriva casi casual dirigida por el usuario, que se encuentra más a gusto entre personas que piensen igual; también es un efecto buscado y potenciado por los propios heurísticos de las redes, que registran cada una de las cosas a las que damos like y nos muestran de forma diferencial cosas que se parecen a esas, mientras que nos ocultan o minimizan las que son diferentes. Esta adaptación no surge de una preocupación por nuestro bienestar o de un respeto por nuestras ideas, sino de un criterio mucho más sencillo y más potente en un mundo ferozmente capitalista como el que habitamos: el beneficio económico. Cuanto más nos guste estar en una red, tanto más tiempo pasaremos en ella y más valdrán en el mercado los espacios publicitarios en ellas… Y cuanto más “de acuerdo” estemos con lo que vemos en una red, más nos gustará. Las redes, y este es su lado perverso, no son simples distribuidores de contenido que se ajustan a lo que queremos, sino que activamente nos muestran cosas que saben que nos van a gustar, creando en ocasiones una burbuja que puede ser verdaderamente peligrosa y llevar a situaciones extremas.
Imaginemos que comenzamos a regañar a nuestro amigo de los chistes machistas por contarlos en nuestra presencia. No solo eso: la inmensa mayoría de las personas de su alrededor comienzan a hacerlo (como sería lógico). Puede que nuestro amigo, que lleva ya mucho tiempo contándolos, tenga dificultades para relacionarse de otra manera, o se sienta dolido porque hemos dejado de reírnos. Puede, también, que comience a contar esos chistes en un entorno “seguro”: internet. Si ha elegido bien el lugar y el momento, le lloverán likes, y su conducta de contar chistes machistas se dirigirá preferentemente al entorno virtual, donde cada vez se verá más rodeado de gente como él, creando un sentimiento de comunidad (que no es otra cosa que un intercambio de reforzadores) del que ya no goza en la vida offline. Nuestro amigo –que tal vez, por fortuna, ya no lo sea– se alejará de nosotros y se volcará en ese entorno que tan bien le ha acogido, “hipertrofiando” una parte de su comportamiento en detrimento de otras. ¿Y qué ocurre con los llamados influencers, las estrellas de Instagram y demás que acaban creando casi un culto a su alrededor? En general, son personas que han sabido adaptar su comportamiento, en muchas ocasiones de una manera totalmente planificada, para extraer lo más posible de las redes, consiguiendo así de manera sistemática gran cantidad de reforzadores sociales. Esto tiene, como siempre, su lado peligroso: la facilidad y economía (en términos de esfuerzo) con la que se consigue aceptación social en la red pueden hacer que se convierta en nuestra forma preferente e incluso única de contacto social, que recordemos es uno de los reforzadores más importantes a la hora de regir nuestro comportamiento. Esto puede llevarnos a un punto en el que realmente necesitemos ese flujo de likes, retuits y comentarios para sentirnos bien con nosotros mismos; no hace mucho, la influencer polaca Julia Slonska atacó y destrozó una estatua de 200 años con la esperanza de ganar seguidores; es difícil comprender algo así sin entender la posibilidad de que nuestro comportamiento pase a estar gobernado de forma prioritaria por esos numeritos aparentemente insignificantes en nuestras cuentas en redes sociales; si nuestros seguidores refuerzan (es decir, dan like o RT) a nuestras ocurrencias más descabelladas, antes de mucho tiempo las ocurrencias descabelladas serán lo que hagamos más a menudo. Se dice en ocasiones que internet ha creado una cultura del yo, de ególatras monstruosos que interactúan con los demás por el aplauso, por el placer de verse “importantes”; sea esto cierto o no, creo que es más importante y más peligrosa la posibilidad de que, creyendo estar haciendo uso de una herramienta como son las redes, seamos, nosotros y nuestro comportamiento la verdadera mercancía. Seamos conscientes de esta posibilidad; hagamos uso de las redes sin permitir que ellas, y los que están detrás, hagan uso de nosotros.