
La movilidad social, entendida como el movimiento individual o grupal en el sistema de clase, es la categoría usada para medir el funcionamiento de la igualdad de oportunidades en aquellas sociedades en las que la desigualdad está institucionalizada. Es decir, cuando la desigualdad es parte de la estructura social en una sociedad estratificada en capas, cuyos ocupantes tienen accesos desiguales a las oportunidades y recursos.
Por tanto, es muy diferente la desigualdad sin movilidad social que la desigualdad en un régimen donde son muchos los que tienen la oportunidad de mejorar su posición, con independencia de cuál sea su punto de partida. No en vano, en la Europa occidental post Segunda Guerra Mundial, la promesa de la movilidad social que los sistemas de igualdad de oportunidades encarnaban funcionó como el mejor mecanismo de integración ciudadana en el modelo industrial.
El aumento de la desigualdad en la mayoría de los países de la OCDE es uno de los hechos más significativos y contrastados en la última década. La crisis económica de 2008 ha contribuido a reforzar la tendencia regresiva caracterizada por una menor movilidad social respecto a épocas pasadas por los cambios en la distribución de la renta; una tendencia a la transmisión intergeneracional de la pobreza; extensión de las situaciones de precariedad; disminución aparente de las clases medias con el consecuente aumento de la polarización social y el riesgo de nuevos conflictos sociales.
Según el tercer Informe sobre la Desigualdad en España, (Fundación Alternativas, 2018), nuestro país presenta una movilidad social –medida en este caso según las personas que mejoran, o empeoran, su posición relativa de ingreso– similar a la de la mayoría de países occidentales. Se constata un repunte de la desigualdad dado que, en la primera parte de la crisis económica, la movilidad social ascendente se ha reducido (estancamiento de ingreso/transmisión intergeneracional de la pobreza), al tiempo que se ha producido un aumento de la movilidad descendente (personas que retroceden a un grupo de renta inferior).
Las nuevas dimensiones de la desigualdad y su carácter poliédrico se hallan estrechamente vinculadas a las transformaciones en el contenido y el significado del trabajo contemporáneo.
Históricamente, la regulación jurídica del trabajo y su transformación en empleo (entendido como el conjunto de modalidades de acceso y salida del mercado de trabajo y la traducción de la actividad laboral en términos de derechos sociales) significó la implantación de la sociedad salarial que supuso, no solo un modo de retribución del trabajo, sino la condición a partir de la cual los individuos se posicionan en la estructura social (Castel, 1997).
Así concebido, el trabajo es considerado por la práctica totalidad de las ideologías como la primera vía de inserción social y la fuente de identidad por excelencia.
La digitalización de la economía (y sus numerosas vertientes designadas bajo expresiones como gig economy, economía de plataformas, economía colaborativa) ha supuesto un cambio sustancial en las relaciones de trabajo, derivado de la implantación de un modelo de “trabajo móvil” como quintaesencia del paradigma de la flexibilidad laboral, iniciada en las últimas décadas del siglo pasado.
Las tecnologías transforman la organización de la empresa de tal forma que los empleados se perciben como menos necesarios, en el marco de una “economía de demanda” en la que los usuarios y los proveedores de servicios se conectan directamente. La mayoría de estas empresas ofertan sus servicios recurriendo a una modalidad de trabajador que ellos consideran “independiente” (Todolí, 2017), sometido a las más variadas formas de precariedad, en ausencia de una reglamentación adecuada a estas nuevas formas de relación (o mejor, ausencia de relación) laboral.
La crisis de identidad de los trabajadores no se ciñe a un perfil específico. El precariado (Standing, 2013) pertenece a los más variados estratos en términos de edad, género y experiencia, compartiendo niveles medios y altos de cualificación. La heterogeneidad de los perfiles cuestiona la pertinencia de la variable ocupación como llave maestra en la construcción y análisis de la clase social.
Variables tales como el nivel de ingresos, las prácticas de consumo etc., sirven actualmente para identificar la clase social, hecho que pone de manifiesto la complejidad de las sociedades contemporáneas y la dificultad de diseñar el perfil de los miembros que componen las diferentes clases sociales.
Como ya anticipara Durkheim en la “división del trabajo social” para evitar la anomia, entendida como la falta de vínculo entre el individuo y la norma social, es necesario que el trabajador tenga una vinculación con la actividad que realiza en términos de afinidad, estabilidad etc.
En la actualidad demasiados ciudadanos sienten que su trabajo ni les integra ni les dota de identidad. Trabajan, pero están fuera del sistema. Por tanto, no se sienten representados por las instituciones ni alineados con los principios morales de los que se nutre la “conciencia colectiva”, que cada vez está más débil y fragmentada.
Cuando un ciudadano no puede definirse por lo que hace (porque es desempleado o precariado), se define por lo que es. De nuevo, cobran fuerza elementos como el territorio, la construcción de chivos expiatorios, los elementos clásicos de control social, para incidir en la idea de que la seguridad del grupo debe primar sobre la libertad del individuo.
El triunfo de partidos radicales y populistas, que conducen a formas de organización autoritarias, son la manifestación más elocuente del aumento de la desigualdad y la falta de expectativas entre un amplio sector de la población.
Los discursos contemporáneos pretenden legitimar la idea de que nunca habrá ya buenos trabajos para todos porque nunca se precisará de tanto trabajo humano. O, dicho de otra forma, se puede trabajar y ser pobre. En este contexto, uno de los retos que deberían plantearse a nivel institucional es explorar las posibilidades de disociación entre trabajo y supervivencia y cómo articular mecanismos para ponerla en práctica.
Bibliografía
Castel, R. (1997); La metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del asalariado. Barcelona, Paidós.
Durkheim, E. (1987); La división del trabajo social. Barcelona, Akal.
Fundación Alternativas, (2018) Tercer informe sobre la desigualdad en España, 2018. Standing, G. (2013); El precariado. Una nueva clase social. Barcelona, Pasado y presente.
Todolí, A. (2017) “The gig economy: employee, self-employed or the need for a special employment regulation?” European Review of Labour and Research, Volume: 23 page(s): 193-205