
Los hechos son sagrados, las opiniones son libres. Al menos eso pensaba Charles Prestwich Scott. Y así lo hizo saber en 1921 en un ensayo para celebrar el centenario del periódico The Guardian, que tuvo a bien editar desde 1872 hasta 1929. Múltiples avances se han vivido desde entonces. Entre ellos, algunos mayúsculos referidos a los derechos y libertades del ser humano, y que han quedado constatados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Muy especialmente se debe hacer referencia al que concierne a la idea principal de Mr. Scott en su discurso, el artículo 19, en el que se enuncia que “todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
Hoy, en este contexto sociopolítico, los medios de comunicación, ya autoconstituidos como cuarto poder, han estado intentando –a su forma– salvaguardar las libertades del ser humano. Y se han otorgado la responsabilidad de velar por los derechos de la ciudadanía, ejerciendo el rol de instrumento de control del poder del Estado. Un poder dividido por Montesquieu, en su obra El espíritu de las leyes, en tres órganos –legislativo, ejecutivo y judicial– allá por 1748, justo 200 años antes de la Declaración y 173 del discurso de Mr. Scott.
Pero ¿es cierto que los medios actuales velan por las libertades y los derechos de los ciudadanos? ¿La palabra del medio garantiza lo sagrado del hecho en sí? ¿El propio hecho en sí, contado por un medio, se puede transformar en una verdad? ¿Todas las opiniones libres son válidas? ¿Se puede (des)orientar a la opinión pública con verdades transformadas?
Mucho se ha escrito en filosofía sobre la verdad o la falsedad. Y hay tantas opiniones como verdades aparentes. Aristóteles, por ejemplo, afirma que “decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es falso. Mientras que decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es, es verdadero”. Es decir, afirmar, por ejemplo, aun pensando en el atributo de la cosa, que lo que es amarillo, como un plátano, no es amarillo, es falso; y decir de lo que es amarillo que es amarillo, es verdadero. Este ejemplo extraído del libro Lógica, conceptos clave en filosofía, de Laurence Goldstein, puede, al parecer, dejarnos claro qué es verdad y qué es mentira. Pero no todo es tan sencillo.
En este nuevo contexto fake, la mentira o la verdad es más etérea y, por supuesto, mucho menos concluyente que en tiempos clásicos. Hoy, en la denominada era de la posverdad por los cerebros del veintiuno –me refiero al siglo–, todo lo que el medio toca está adulterado. Amañado. Alterado. Intoxicado. O infoxicado, como dicen las grandes mentes. Y no solo por la pura entropía que vive el medio ante tanta avalancha informativa de los gabinetes de prensa de los principales partidos políticos o por las grandes empresas, como antaño.
Hoy existen tantas aseveraciones y certidumbres concluyentes, tantas opiniones libres ante tantos hechos sagrados en la maraña de la Red, propulsadas por las mentes menos agraciadas pero más influyentes en Twitter, que uno ya no sabe si los plátanos son amarillos, anaranjados o rojo pasión. Y no por la referencia al daltonismo y la cierta verdad del discromatópsico, sino porque los retuits tienden a verter en sus contenedores de Brand content –las “infoxicaciones” de las empresas– tanta salvación a la especie humana si consumimos sus marcas, que ninguna de ellas se puede tomar como verdad absoluta. Fundamentalmente porque, aparte del sesgo, en la mayoría de las ocasiones es difícil hallar de dónde surge la primera información.
Darío Sztajnszrajber, filósofo y presentador argentino –qué raro cóctel profesional, por cierto– define la posverdad como «leer de la realidad solo lo que le cuaja y le cierra a lo que previamente uno cree». Es decir, que uno siempre puede hallar los datos que necesita para justificar sus falacias o las de otros. De hecho, difunde la BBC, que otro filósofo, el británico A. C. Grayling, cuenta que tratando de buscar entradas en Google escribió “existió el…”, y la siguiente palabra vinculada fue “holocausto”. De tal manera que resultaba tendencia la búsqueda de “existió el holocausto”, por lo que se puede deducir que aún había gente que cuestionaba su funesta existencia. Pero esto no es todo. Peor aún. De hecho, tras la búsqueda, los primeros resultados que se obtenían sostenían que jamás ocurrieron estos desgraciados hechos contra la humanidad.
Otro dato escalofriante. La consultora Edelman, en un estudio de 2018, encuestó a más de 33.0000 personas de 28 países diferentes, y el 63% de los sujetos no sabía distinguir entre una noticia o un rumor –fake news, como lo llaman ahora los lúcidos–. Además, el 59% de esos mismos sujetos manifestaba que cada vez resultaba más complicado reconocer si la noticia provenía de la prensa seria o de medios menos “creíbles”.
Verdades, mentiras. Sucesos contados a medias. Opiniones. Hechos. Todo camuflado en el manto de dos conceptos (posverdad y fake news) adoptados de la cultura cibernética que venden mucho entre los medios más punteros. O entre las personas más eruditas del mundo de la mentira globalizada. Noticias falsas y destinadas de un suceso, esparcidas entre el vulgo. Vamos, sin más rodeos, lo que en España viene a ser de toda la vida estúpidas paparruchas.