
Las ciudades están por hacer. La ciudad antropizada se ve obligada a reinventarse cada día. Nuevos dispositivos se desplazan sobre ella cuestionando la convivencia y forzando su normalización, se despliegan infraestructuras sobre el control del tráfico mediante tecnología, se diseñan distritos y barrios basados en la innovación y la economía del conocimiento, y por si no fuera suficiente, una amplia oferta de aplicaciones instaladas en nuestros smartphones nos facilita el hecho de poder consumirla.
A ello se suma el “crimen perfecto de la realidad”–que diría Baudrillard–, porque nuestra vida en la ciudad va más allá de la realidad presente. Vivimos espacios todavía por construir, disfrutamos de experiencias en mundos pantalla y consumimos productos que no tocamos. Y no solo las ciudades están por hacer, fuera de la gran metrópoli palpita la necesidad de una gran reforma rural, como ya lo anunciaba el arquitecto y premio Priztker más provocador de nuestra época, Rem Koolhaas, en su manifiesto Countryside. Según su opinión, el futuro de la arquitectura está en el campo. Y entre tanto, en este “amplio estado de la cuestión del mundo”, unos padres ocupados por la educación de su hija se preguntan: ¿tiene salidas la carrera de arquitectura?
El arquitecto se encuentra ante multitud de oportunidades sobre las que operar. En palabras de Thomas Vonier, presidente de la Unión Internacional de Arquitectos, “la arquitectura no conoce límites, estamos unidos en nuestro propósito: mejorar las condiciones de la humanidad, en todas partes y para todos”. Ahora bien, ¿cómo detectar y profesionalizar todas estas demandas y oportunidades en la ciudad contemporánea? Y más difícil todavía, ¿cómo enseñar a detectar y profesionalizar las necesidades de la ciudad, del campo o el planeta?, ¿cómo formular respuestas propositivas y concretas a todo ello? Hoy por hoy, este es el mayor desafío con el que se encuentran las escuelas de arquitectura.
Por suerte, este gran reto se ve acompañado por el hecho de que la pedagogía en la arquitectura es un tema cada vez más trabajado por los arquitectos, consolidándose como una cuestión a tratar desde un enfoque teórico y profesional. A ello contribuyen publicaciones como Journal of Architectural Education, que en 1947 surgió con el propósito de mejorar los estudios de arquitectura en diseño, historia, urbanismo, estudios culturales, tecnología, teoría y práctica; o la conocida revista Architectural Review. En esta última –tras dos artículos publicados en 1989 y 2012 bajo el título ¿Whats wrong with architectural education? –, el arquitecto y crítico Peter Buchanan llega a la conclusión de que la gran problemática a la que se enfrenta la enseñanza de la arquitectura es la desconexión entre la academia y la profesión.
Construir vínculos y coherencia entre la academia y la profesión, el plan de estudios y la realidad, nos lleva a tener que diseñar pedagogías críticas, aquellas en las que no solo hemos de estar atentos a las metodologías docentes, sino, además, fomentar el desarrollo de una actitud ante las cosas –ante la ciudad– con objeto de activar la educación en lo real. Hacer que la universidad reporte directamente a la sociedad como entidad de conocimiento, como laboratorio de pensamiento y producción en respuesta a las necesidades vitales, es la manera de estar atento al mundo, de entender cómo la formación de arquitecto y arquitecta se integra de manera útil en ese mecanismo complejo que es la ciudad. Para este fin, se hace necesario el planteamiento de prototipos y formatos de aprendizaje capaces de acoger metodologías innovadoras, y de ubicar al estudiante en una actitud de compromiso ante las cosas.
Cuando desde la gestión de la Escuela de Arquitectura se acepta este reto, cuando se palpa el estado de la sociedad actual como hizo Bakema en 1964 como profesor en Architecture School of Delft –llevando al aula cuestiones latentes de la época–, es entonces, cuando la escuela se convierte ya no solo en taller de enseñanza de la arquitectura, sino en investigación y transformación social. Hoy día aquellas prácticas de la escuela de Delf las podríamos catalogar como metodologías de aprendizaje basado en retos o CBL (Challenge Based Learning), ya que el estudiante se enfrentaba a temas de interés de su tiempo, a un reto con visión práctica y con repercusión directa sobre la sociedad. Y, además, desarrollaba una investigación en un contexto real, en equipo, fomentando un compromiso e implicación a través del aporte de soluciones concretas.
Por supuesto estas prácticas requieren de nuevos formatos de aprendizaje (concursos, training session, talleres cruzados) que desestabilicen al estudiante sacándolo de su ambiente habitual de producción (el aula o habitación). Que lo lleven a tal estado de incertidumbre que le permita reconocerse y desarrollarse, tal y como plantea Bruno Latour en su método de análisis de controversias desde la Actor-Network Theory (ANT), un método “para vivir, para saber, y para practicar en las complejidades de la tensión”. Estos nuevos formatos dotarán al estudiante de la necesaria emancipación intelectual, aquella que le permita llevar su propio ritmo y modo de hacer frente a las cosas, aquella que le enseñe a mirar con atención, a pensar, a idear, proponer, arriesgar, materializar, y superar los retos como si fuera fácil, sin hacer de arquitectos, que diría De la Sota.