
La pandemia de COVID-19 ha sorprendido a las autoridades sanitarias de todo el mundo produciendo una crisis sanitaria mundial. En esta pandemia se identifican diferentes factores estresantes, desde el psicofisiológico, el confinamiento, hasta el social y laboral. Según el nivel de gravedad y el país de origen, se han aplicado diversas intervenciones que marcan distintas formas de volver a la normalidad y preparar nuevas intervenciones. Este nuevo factor de estrés tiene un impacto directo en la salud mental de la población.
En esta pandemia, la aproximación desde la psicofisiología nos permite comprender cómo las experiencias psicológicas y sociales pueden influir en la homeostasis fisiológica del individuo. Durante la actual pandemia de COVID-19 las medidas de aislamiento, el miedo, la incertidumbre, la inestabilidad económica, la desconexión social y la confianza en otras personas e instituciones se están convirtiendo en nuevos estresores psicofisiológicos. El miedo puede ser uno de los desencadenantes más fuertes. Miedo al contagio, pero también miedo al futuro, a perder el trabajo en profesiones en las que no pueden trabajar desde casa. Miedo a no tener suficientes recursos económicos para poder pagar sus facturas habituales. Miedo a la incertidumbre de no poder ver a familiares. Miedo a cómo se transmite el virus. Quizás el peor miedo: ¿me infectaré? ¿Estaré infectando a mis seres queridos sin saberlo? ¿Seré parte de la población asintomática que ayudará a que el virus se propague? Esta situación estresante y novedosa conlleva consecuencias psicológicas a medio y largo plazo.
Fisiológicamente, el miedo agudo puede no tener implicaciones negativas para la salud, pero cuando se prolonga en el tiempo se producen cambios en el sistema nervioso autónomo e inmunológico, la función endocrina y el nivel de hiperactividad, además de la interrupción del ciclo de sueño/vigilia, trastornos alimentarios y desregulación del eje hipotálamo-pituitario-suprarrenal, y aumento en la producción de hormona liberadora de corticotropina hipotalámica y amígdala, precursora del famoso cortisol. Esta situación fisiológica no hace más que agravar el estado psicológico, aumentando la producción de citoquinas inflamatorias, aumentando la permeabilidad intestinal y, finalmente, aumentando la gravedad y las muertes asociadas con la pandemia de COVID-19.
Otros factores contextuales que pueden aumentar las comorbilidades entre la población están relacionados con la inactividad física debido a una cuarentena impuesta, que incluso antes de la pandemia de COVID-19 ya era un problema de salud global importante. Dado que la cuarentena es una medida de supresión a largo plazo, pueden aparecer o agravarse síndromes metabólicos, aumentando el riesgo de resistencia a la insulina, estrés oxidativo, inflamación, obesidad, disfunción endotelial y enfermedad cardiovascular; todo ello aumenta, a su vez, la gravedad de la COVID-19.
En la lucha contra la pandemia de COVID-19, hasta que no logremos la inmunidad colectiva con una vacuna eficaz y segura, el comportamiento de la población mundial juega un papel crucial para detener la propagación del virus. La perspectiva actual para hacer frente a la pandemia se limita al impacto en la salud física y a minimizar los riesgos de transmisión (es decir, máscaras, distanciamiento social, lavado de manos frecuente). Este enfoque distrae la atención de las consecuencias psicológicas de los factores de estrés social. En esta línea, los autores sugirieron que la mayoría de la población mundial no consideraba que el confinamiento tuviera un impacto en la salud mental general. Hoy en día, los medios de comunicación y los sistemas de comunicación gubernamentales podrían ser una forma excelente de mejorar la prevención y aumentar la confianza social. Sin embargo, las noticias falsas (por ejemplo, el consumo de hidroxicloroquina, clorito de sodio, antibióticos, teorías de la conspiración) y las luchas por el poder político han controlado las redes sociales y los programas de televisión, junto con la pandemia y, en consecuencia, han aumentado la desconfianza y la inseguridad. Además, la creciente preocupación por el impacto socioeconómico, las posibles futuras oleadas y la incertidumbre del mercado son factores de estrés social importantes, y aún no se ha estudiado su efecto a largo plazo.
Por otro lado, las impredecibles consecuencias financieras mundiales y el impacto socioeconómico local tendrán un efecto devastador en el empleo y el equilibrio socioeconómico de los hogares individuales. Sin embargo, las pandemias rara vez afectan a todos por igual, por lo que las intervenciones oficiales deben diseñarse y ajustarse adecuadamente. Las diferencias de género, raza o estatus social exigen el mismo nivel de intervención durante y después de la pandemia de COVID-19. La violencia de género, los niveles más altos de estrés en las mujeres embarazadas, el mayor riesgo de infección entre los grupos étnicos, los diferentes niveles de mortalidad por raza y los suicidios entre los grupos sociales empobrecidos fomentan nuevas decisiones políticas para buscar intervenciones competentes y gratuitas en términos de salud mental general. La mayoría de las personas socialmente vulnerables corren el riesgo de considerar la pandemia de COVID-19 como una experiencia traumática de por vida [55]. Algunos autores creen que la crisis de la COVID-19 debe afrontarse desde la perspectiva del trauma, la amenaza y el miedo, con especial atención a los jóvenes, que son menos capaces de desarrollar estrategias de afrontamiento positivas. Además, las personas con menos calificaciones académicas, grupos de estatus social bajo y diferencias de género deben recibir atención rápida y adecuada para prevenir futuras enfermedades mentales.
Vicente Javier Clemente Suárez es profesor de Actividad Física en el Programa de Doctorado en Actividad Física y Deporte y en el Máster en Actividad Física y Salud