
En mi caso, es difícil comenzar a explicar qué es exactamente lo que mueve a alguien a escribir algo. No creo mucho en las vocaciones “desde que se tiene uso de razón” o en aquello que uno “lleva en la sangre”. De hecho, cuando era pequeño, mi principal aspiración era convertirme en científico y me pasaba el día usando tubos vacíos de plástico para mezclar cosas de las que se usaban para curar heridas. Por eso, y puesto que aquello a lo que me he dedicado hasta ahora ha sido a formarme como docente e investigador de Historia, y como autor de algunas novelas históricas y novelas negras, creo que es importante explicar el origen de ambas aficiones.
El despertar del gusto por la historia tengo claro cuándo se produjo: cursaba yo 5º de EGB cuando, en una clase de Ciencias Sociales, el profesor nos anunció que dejábamos de estudiar la materia de Geografía para centrarnos en la disciplina histórica, propiamente dicha. Podrá sonar como una tontería, pero las ilustraciones y los textos que había en aquella unidad temática me llamaron mucho la atención y, desde entonces, cada vez sentí de manera más clara que quería dedicar mi vida a aquello. Cierto es que, en aquel punto de mi vida, en el que la inocencia superaba con mucho a la conciencia, creía que podía hacer aquello que más me gustase, porque el trabajo, pensaba yo, existía de manera natural en la vida de las personas; sobra decir que conceptos como crisis o desempleo quedaban muy lejos de mi horizonte teórico.
Además, la década de los 80 había hecho mucho daño a determinada generación, dado que la figura de Indiana Jones constituía un cliché más que engañoso para quienes pensábamos que la arqueología consistía en desenterrar tesoros que se encuentran en el subsuelo como en cosecha; afortunadamente, mi profesor de Arqueología de primer curso de licenciatura, no tardó en demostrarme que el cómputo total de escalones del Partenón dista mucho de las apasionantes empresas acometidas por Harrison Ford en los estudios de Lucasfilm. Como se ve, pues, la que se ha acabado convirtiendo en mi pasión apareció en mi vida de manera muy fortuita, casi sin hacer ruido, pero acabó imponiéndose como una fe que estaba mucho más allá de cualquier adversidad. De hecho, conforme maduré y vi que la existencia humana puede a veces complicarse, ni la amenaza de la adversidad ni las escasas oportunidades laborales constituyeron jamás un elemento disuasorio de mi convicción primera.
Pese a que comenzaba diciendo que no creo en aquello que circula por el flujo sanguíneo de una persona desde que nace, he de contradecirme en este punto y admitir que, en el caso de la vocación narrativa, sí ocurrió algo por el estilo. Desde muy pequeño siempre me ha gustado escribir: de hecho, cuando mis compañeros de clase afrontaban cual suplicio una nueva redacción, yo disfrutaba construyendo historias y me esforzaba por intentar mejorar el estilo y por pasarlo bien mientras escribía, viviendo a través de las palabras las imágenes que recreaba. Al principio fueron pequeños ejercicios sin importancia en las carpetas que mi padre me regalaba llenas de folios en blanco, y que para mí constituían un regalo mucho más atractivo que los coches teledirigidos que volvían locos a otros niños de mi edad. Después comencé a tirar de máquina de escribir para transcribir guiones de películas mientras las visualizaba de manera compulsiva (llegué a ver Amadeus más de 50 veces). Y un buen día, cuando tenía mi primer ordenador, comencé a elaborar un pequeño relato sobre la historia de mi vida, que oportunamente borré a tiempo de que nadie lo leyese, porque ahí me di cuenta de algo: no importa que se tenga una buena idea, si esta no va unida a cierta técnica narrativa y a la capacidad de crear escenarios y personajes a largo plazo. Ya entonces me pasaba algo que me sigue sucediendo: mis historias duraban poco, en tiempo novelado. Y fui consciente de que, mientras no pasasen unos años, mi cabeza no podría llevarme a elaborar las historias que circulaban por mi mente.
¿Qué hice entonces? Pues básicamente, leer: para conocer los diferentes estilos y géneros, y para matar las largas tardes del verano achicharrante en el centro de Andalucía, donde ni las cigarras se atreven a cantar cuando el sol cae a plomo en pleno mes de agosto. Para mi suerte, contaba con una amplia biblioteca, porque mi padre, incapaz de saber por dónde iba a ir la vida, había hecho colecciones varias de novela histórica, premios Nobel y grandes clásicos y, cómo no, novela negra; entre esta última, un autor y un personaje se destacaban: Sir Arthur Conan Doyle y su eterno Sherlock Holmes. Leyendo aquellos relatos cortos me di cuenta de que el misterio y la intriga me atraían, tanto para ayudarme a evadirme de la realidad, como para proporcionarme un ejemplo al que me encantaría imitar. Así pasaron los años y, poco a poco, me emancipé de las historias paternas hasta que comencé a construir mi propia biblioteca, primero en casa de mis padres y después en los distintos lugares que han sido mi domicilio en la última década. Desde la convicción de que la novela negra es, como me dijo una vez un compañero y amigo, “una escuela de vida”, leí a otros autores, como Philip Kerr, Agatha Christie, Raymond Chandler, Dashiel Hamett… Cada uno con sus peculiaridades, aumentaron en mí el deseo y la decisión de escribir, y el momento llegó cuando debía hacerlo.
En el año 2005, en medio de la elaboración de un trabajo sobre las inscripciones públicas en la ciudad de Antequera, de donde soy natural, me detuve a contemplar un monumento en una plaza de la ciudad: un monolito funerario, en dos de cuyas caras hay grabado un poema que relata un asesinato. Entonces el relato me impactó y, como ya comenzaba a trabajar en la que creía iba a ser mi tesis doctoral, intenté rastrear en el Archivo Histórico Municipal la pista del crimen con el fin de desentrañarlo. Pero fue imposible: no había noticia alguna ni del asesino ni del móvil; lo único que se conocía era el nombre del muerto, perteneciente a una familia de la élite local a mediados del siglo XIX. Este hecho me llevó a pensar que quizá se trató de un asesinato político, pero la imposibilidad de encontrar hecho alguno esclarecedor de la trama me hizo abandonar la empresa… de momento. Porque, como suele pasar, algo más de un año después, cuando estaba redactando mi trabajo final de máster y me había olvidado ya casi de la trama, apareció el expediente del asesinato y la ficha policial del asesino. Mis sospechas iniciales se corroboraron: el crimen tenía tintes políticos, pero ¿cuáles? Como historiador en formación, ya licenciado, pero dando sus primeros pasos en la investigación, no podía inventar una historia de la nada, por lo que la novela vino a mi rescate.
Comencé a escribir entonces y no le di continuidad, porque marché a Madrid a iniciar mi tesis doctoral. Los años de doctorado fueron duros, pero en 2010, cuando ya me encontraba en mi penúltima estancia de investigación, en la ciudad de Nueva York, una tarde de otoño en la que tenía concluido el proyecto de investigación propio de la estancia, me pregunté: ¿y si lo hago ahora? Y el primer capítulo salió solo. Los demás no llegaron hasta el año siguiente, en Pittsburgh, con la tesis ya acabada y tiempo para pensar en cuál iba a ser mi futuro, ante el paro ineludible en medio de una fuerte crisis económica. Precisamente la crisis me permitió dedicar unos meses a concluir el relato, que no acabó teniendo su formato final hasta el año 2014. Allí vio la luz Un trienio en la sombra, que ha llegado a un público reducido, pero sobre la que me caben dos satisfacciones: el cariño hacia mi primera obra y la buena recepción de quienes la leyeron.
Consciente de que los hechos allí relatados habían dado lugar a personajes muy intensos, cuyo origen y gestación sería bueno explicar, abordé el proyecto de El crimen de la Cruz Blanca (2016) con una ventaja: yo mismo había publicado la historia completa de la ciudad de Antequera durante los años en que se desarrolla la acción. A diferencia de la novela anterior, aquí el crimen era ficticio, pero los hechos, reales. A día de hoy, sigo pensando que es la novela que más satisfecho me dejó tras su culminación, porque también fue la que conseguí elaborar con mayor continuidad en el tiempo, y eso, se quiera o no, se nota. Con La Conjura de San Silvestre, recientemente publicada, he conseguido cerrar un círculo y, sobre todo, hacer justicia: a los personajes y a mí mismo, si bien prefiero no explicar los motivos que me llevan a hacer esta afirmación, porque de lo contrario me haría spoiler a mí mismo.
En definitiva, puedo decir que la novela negra y la novela histórica me han permitido unir mis dos pasiones y, al mismo tiempo, construir un espacio imaginario del que poder evadirme para dar lugar a la expansión y la relajación de la mente. La historia, actualmente, sigue siendo mi pasión indiscutida, que intento transmitir a mis alumnos de los grados de Periodismo o Relaciones Internacionales, cuando les enseño en clase Historia de España Reciente, Historia del Mundo Actual o Historia y Teoría de las Relaciones Internacionales. A mi entender, es un instrumento esencial para ser crítico con uno mismo y con el género humano al que uno pertenece; y un espejo en el que verse los propios defectos hacia atrás, hacia al pasado, para intentar no repetirlos o para maquillarlos en el futuro. A ello contribuye en buena medida la Educación que, junto con el Área de Ciencias Jurídicas y Políticas, constituye el otro gran ámbito profesional en el que trabajo en la Universidad Europea. Y el relato se me presenta como una herramienta fundamental para llegar a los demás, empleando canales y recursos diferentes a los de la comunicación oral, que son muy enriquecedores en la medida en que me permiten comunicar sensaciones que en persona y en el trato directo quizá no pueda transmitir, ofreciéndome además la oportunidad de conocer y entender las sensaciones de aquellos con los que me intento comunicar.